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"Sabe, oh principe, que entre los años en que los oceanos anegaron Atlantis y las resplandecientes ciudades, y los años de aparicion de los hijos de Aryas, hubo una edad no soñada en la que brillantes reinos ocuparon la tierra como el manto azul entre las estrellas: Nemedia, Ophir, Brythunia, Hyperborea, Zamora, con sus mujeres de cabellos negros y sus torres de terrorifico misterio; Zingara, con sus caballeros; Koth, que hace la frontera con las tierras de los pastos de Shem; Estigia, con sus tumbas guardadas por sombras; Hyrkania, cuyos jinetes llevan acero, seda y oro. Pero el más orgulloso reino del mundo es Aquilonia, que reina suprema en el dormido occidente.

Y allí, llegó Conan, el Cimmeriano, cabello negro, adustos ojos, espada en mano, ladrón, asaltante, asesino, de grandes tristezas y grandes alegrias, preparado para pisotear con sus pies calzados con sandalias los enjoyados tronos de la Tierra."

Las crónicas Nemedias.

La Espada Salvaje de Conan

LA ESPADA SALVAJE DE CONAN #4
Vulmea el Negro
Bajo la bandera negra

Guión: Alexis Brito Delgado

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¡Abre la puerta
y escucha!
es el rumor amortiguado del viento,
el resplandor
de lágrimas alrededor de la luna.
E imaginados, los pasos
de unos pies evanescentes
ahí, en la noche de los muertos.

William H. Hodgson

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I TERENCE VULMEA

La vieja fragata de tres mástiles, de velas triangulares y doce cañones, cruzaba el mar en calma a gran velocidad. El sol destellaba como una bola de fuego, irradiando las olas coronadas de espuma, que se extendían en todas las direcciones. En lo alto del palo mayor del navío, Terence Vulmea oteaba el océano interminable con los ojos entrecerrados, disfrutando de la brisa que acariciaba su poderoso físico. Éste vestía botas de cuero hasta las rodillas, pantalones de tafetán negros, camisa con encaje de oro, y pañuelo de terciopelo alrededor del cuello. El irlandés extendió los pies sobre la verga sobrejuanete mayor y escudriñó las aguas cristalinas: creía haber vislumbrado una embarcación a varias millas de distancia. Abajo, en la cubierta del barco, la tripulación esperaba sus órdenes, ávida por entrar en combate. Vulmea ignoró el balanceo de la nave y sacó el catalejo que llevaba en la cintura: la silueta de un cascarón se recortaba en el horizonte. Una sonrisa se dibujó en sus labios: aquél era el primer barco que divisaban desde hacía semanas.

-¡Todos a sus puestos! -bramó-. ¡Vela por la amura de babor!

Exultantes, los piratas aullaron como lobos, listos para entrar en acción. Rápidamente, empuñaron las armas y prepararon los falconetes, olvidando el tedio que los había embargado durante los últimos días. Satisfecho, el irlandés alcanzó a escuchar el sonido de los pies descalzos sobre el retumbar de las olas: aquella era la oportunidad de conseguir un buen botín para no volver a Tortuga con las manos vacías. Vulmea era consciente de que las aguas del Caribe se habían convertido en un infierno. La Armada Británica, al hacer las paces con los españoles, se dedicaba a cazar a todos los piratas y bucaneros que encontrara en el camino. Hombres como el Capitán Harris o el Capitán Finn, colegas con los que había compartido más de una borrachera, al caer en manos de los ingleses, fueron ahorcados junto a sus tripulaciones sin miramientos de ninguna clase. El irlandés encajó las mandíbulas con fuerza: no pensaba correr el mismo destino que aquellos pobres diablos.

Media hora más tarde, alcanzó a distinguir el contorno del pequeño galeón, de unos cien pies de eslora y dieciocho de manga, que intentaba poner pies en polvorosa. Vulmea estudió las velas cuadradas, los castillos de proa y popa, la bandera que ondeaba en la mesana, y los seis cañones repartidos en cada banda. Se trataba de un barco mercante francés, uno de tantos que navegaba en dirección a Jamaica, dispuesto a entregar su mercancía. Viendo el aspecto miserable de la embarcación, supo que no hallaría gran cosa en el interior de las bodegas; tendría que conformarse con lo que encontrara. Pragmático, se encogió de hombros y se dispuso a bajar al puente de mando: al menos sus hombres podrían desempolvar las espadas. Con movimientos experimentados, dignos del mejor marinero, agarró las vergas y descendió a la cubierta en pocos minutos. Al llegar a su destino, atravesó el puente y dejó atrás la escalera de las bodegas, ascendiendo con grandes zancadas al mascarón de popa. El irlandés tomó el timón mientras contemplaba la fragata con cierto orgullo, sintiendo como la sangre se le encendía en las venas ante la cercanía de la batalla. Los piratas, una mezcla de soldados, marinos, desertores, esclavos huidos, delincuentes y asesinos, ajustaron los sables en las vainas, y empuñaron las pistolas y los mosquetes. Vulmea tarareó entre dientes el poema que uno de sus compatriotas había escrito antes de ser ajusticiado en Charleston:

Estaba en mis años mozos y de crecimiento
cuando me dediqué a esa práctica.
La de perpetrar la piratería, ya que sucias
ganancias busqué.
Todos nos volcamos en la perversión;
para nuestras ansias satisfacer,
robar en alta mar fue nuestra intención,
así como cometer toda clase de males…

Implacable, el Cacatúa cruzó el océano con las velas desplegadas, ganando terreno por momentos. El irlandés inhaló una bocanada de aire salado e hizo girar la rueda hacia babor, haciendo que los aparejos crujieran sonoramente. El capitán del galeón, al darse cuenta de que no tenía ninguna posibilidad de escapar, aminoró de velocidad y se dispuso a dar la cara. Vulmea vislumbró las figuras de la tripulación adversaria correr a estribor, intentando virar los cañones hacia su posición, espoleadas por las indicaciones que habían llegado demasiado tarde. Su carcajada rompió el silencio de la tarde.

-¡Habéis perdido unos minutos preciosos, idiotas! -rió de buen humor-. ¡Tendríais que haber lanzado al capitán por la borda hace rato!

El irlandés agitó la cabeza coronada por una hirsuta melena negra y comprobó que los piratas estaban listos para el abordaje. En sus ojos azules, fieros e indómitos, ardía una llama candente; la misma que tantos individuos habían visto antes de morir bajo el filo de su acero. Vulmea el Negro era un superviviente por naturaleza, había librado batallas y soportado penurias que pocos hubiesen resistido. Desde su temprana infancia, se habituó a una vida errante de saqueo y muerte. Había recorrido todos los océanos conocidos por el hombre, combatido contra toda clase de enemigos, y atacado cualquier nave que se pusiera a su alcance. En aquel momento, era capitán de una fragata y tenía a una dotación que lo seguiría hasta el fin del mundo. ¡Que el diablo se llevara su alma si osaba quejarse!

El segundo de abordo, un italiano de aspecto brutal cubierto de cicatrices, subió las escaleras que unían el mascarón de popa al puente de mando, y se dirigió a su persona con voz ronca:

-¡Maldita sea nuestra suerte! -exclamó-. ¡Dudo que podamos encontrar algo que valga la pena en esa carraca infectada de ladillas!

El irlandés volvió a reír sonoramente.

-Más vale algo que nada -repuso-. Quizá nos llevemos una sorpresa.

El italiano escupió al suelo.

-Tonterías -gruñó-. Los franceses no se arriesgarían a transportar ningún género valioso por estas aguas. ¡Lo sabes muy bien!

Vulmea fue irónico:

-Entonces no te importará que me quede con tu parte del botín, ¿no es cierto?

El segundo de abordo soltó una risotada sin humor.

-¡Ni lo sueñes, compadre!

El irlandés contempló a su camarada con sarcasmo: aquél italiano, sucio y pendenciero, valía su peso en lingotes de oro puro.

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II LUCHA SIN CUARTEL

Vulmea apretó el timón con sus fuertes manos y aulló a la tripulación:

-¡Todos a los cañones! ¡Preparad las espadas y las pistolas! ¡No quiero que quede un solo franchute con vida!

Los piratas se abalanzaron sobre los falconetes y los pusieron en posición de tiro. El ambiente cargado de electricidad podía cortarse con una navaja. Rostros sucios y sudorosos examinaron el galeón enemigo con ojos crueles; la compasión estaba de más en aquellas circunstancias. Lentamente, la fragata se puso a la altura de la nave francesa, dispuesta a descargar toda su potencia artillera. Los cañoneros se inclinaron sobre las mechas y esperaron la señal de ataque del capitán; los separaban unas pocas brazas de su objetivo. El rugido del irlandés fue similar a un trueno:

-¡Fuego!

Los cañones tronaron al unísono. La potente descarga reventó los mástiles y picoteó las velas, aniquilando a varios individuos diseminados sobre la cubierta adversaria. Gritos de agonía y maldiciones se alzaron sobre el humo blancuzco que cubrió el aire. Los piratas sortearon el retroceso de los falconetes y volvieron a cargarlos a gran velocidad. El olor de la pólvora inundó las narices de todos. La andanada apartó a los cañoneros franceses de su artillería y los obligó a buscar refugio en cualquier parte. Vulmea no desaprovechó aquella inesperada ventaja.

-¡Fuego al palo mayor!

La segunda salva barrió los pontones y partió el mástil principal como si fuera de papel. Con un crujido espantoso, el palo mayor se inclinó hacia un lado y se derrumbó sobre la proa, aplastando a los marineros que encontró en su camino. Un grito exultante escapó de la tripulación: todos sabían que el enemigo estaba a merced del Cacatúa. El irlandés cedió la rueda al italiano, desenfundó el sable de un tirón, y bajó a la cubierta sin cesar de dar órdenes.

-¡Empuñad las espadas y las picas! -bramó-. ¡Acabemos con esos bastardos!

Los garfios de abordaje volaron hacia el puente de mando del galeón. La primera oleada de piratas agarró las cuerdas y se descolgó hacia los franceses. Disparos aislados se escucharon entre los alaridos de guerra. Uno de los hombres de la fragata recibió un balazo en el pecho y se derrumbó entre el espacio que separaba ambas embarcaciones. Colérico, Vulmea agarró un cabo y traspasó el escaso margen que lo distanciaba de sus rivales. El aterrizaje sobre la cubierta recorrió su fisonomía de los pies a la cabeza. Inmediatamente, agarró un pistolón y disparó al primer individuo que se encontró por delante: los sesos de un oficial saltaron por los aires salpicando los tablazones del suelo. Sin pensarlo, soltó el arma y aferró el acero con las dos manos; un enemigo se le venía encima con una maza por delante, dispuesto a partirle el cráneo en dos. El irlandés esquivó el ataque y descargó el sable de izquierda a derecha: la hoja acarició el torso de su oponente y le tiñó el jubón de rojo.

-¡Pirata asqueroso! -gruñó el marinero-. ¡Pienso colgar tu cadáver del bauprés!

Vulmea se mostró arrogante:

-¡Inténtalo, merluzo!

El francés lanzó un chillido de rabia y atacó al pirata. Éste saltó hacia atrás y evitó la maza por escasos centímetros. El irlandés rechinó los dientes y levantó el sable sobre la cabeza con la intención de atravesar a su adversario, pero una detonación perforó el cuello del marinero, arrojándolo de espaldas como un guiñapo. El italiano le guiñó un ojo desde detrás de una pistola humeante.

-No pensarías que iba a perderme la fiesta, ¿verdad?

Vulmea inclinó la cabeza:

-Gracias por la ayuda, compadre.

El segundo de a bordo fue irónico:

-Ha sido un placer.

Los piratas luchaban contra los franceses en un feroz cuerpo a cuerpo, utilizando las pistolas y las espadas, obligándolos a recular hacia el castillo de popa. La cubierta quedó llena de cuerpos atravesados por las balas y por los aceros. El irlandés hincó el sable en el corazón de un grumete que se interpuso en su camino: éste se desplomó escupiendo un borbotón carmesí por la boca. Efectuando estocadas de diestro a siniestro, se abrió paso entre el enemigo, secundado por sus hombres. Los marineros, individuos poco experimentados con las armas, sucumbían ante el ataque implacable su tripulación. Vulmea ladró exultante:

-¡No les deis cuartel, perros!

Con renovadas energías, los piratas reanudaron el asalto, sembrando la nave adversaria de cadáveres. Una figura acorazada apareció de improviso en el mascarón de popa, provista de un hacha de doble filo, lanzando imprecaciones estentóreas:

-¡Por todos los demonios del Infierno! ¡Luchad, ratas de agua dulce! ¡Plantadles cara u os arrancaré la piel a tiras!

Desesperados, los escasos supervivientes obedecieron las órdenes de la figura recubierta de metal; de no hacerlo terminarían siendo pasto de los peces. Vulmea se detuvo durante unos segundos, con la frente empapada de sudor y la espada embadurnada de rojo de la punta hasta el pomo. El sol llameante le golpeaba la cabeza como un martillo contra un yunque. Su tripulación sorteó a los vencidos y se dispuso a terminar con la veintena de franceses, nerviosos y atemorizados ante el fin que les esperaba, que aún ofrecía resistencia. Inesperadamente, un resquicio de piedad invadió el alma del irlandés: quería perdonarles la vida y permitir que volvieran a la seguridad de sus hogares. Aquellos necios no eran rivales para su tripulación, ninguno había sido entrenado en el uso de la espada. Sin ser consciente de ello, obvió cualquier atisbo de misericordia de su mente: los marineros podrían testificar en su contra si algún día era apresado por los numerosos capitanes ingleses que navegaban por los mares del Caribe.

-¡Qué demonios! -masculló entre dientes-. ¡Los tiburones también tienen derecho a llenar la tripa!

Ansiosos de sangre, los miembros del Cacatúa avanzaron con las armas en alto, sin ninguna duda sobre lo que tenían que hacer. Todos habían agotado los proyectiles de las pistolas y los mosquetes: los sables, las hachas, los cuchillos y las picas, realizarían el siniestro cometido de las balas y la pólvora. Los piratas atacaron el flanco de los franceses que parecía más débil, abriendo cráneos y cortando miembros, con una ferocidad nacida de las ansias de pillaje. Los marineros, con la fatalidad propia de los sujetos de su país, lucharon por conservar el cuello lo mejor que pudieron. Poco a poco, después de unos minutos encarnizados, fueron mordiendo el polvo. Vulmea se unió a la refriega, propinando mandobles dignos de un matarife. Un francés pereció ante sus botas con la cara convertida en una pulpa sanguinolenta; la hoja le había dividido la cabeza hasta los dientes. El irlandés apartó el cuerpo de una patada y alcanzó el primer peldaño de las escaleras que lo conducían a la rueda del timón. Un grito furioso rompió el estruendo del combate:

-¡Vulmea el Negro, hijo de mala madre! ¡Llevaba años esperando la oportunidad de abrirte en canal!

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III BAJO LA BANDERA NEGRA

Vulmea se detuvo en seco. ¿Por qué aquella voz le resultaba tan familiar? ¿Acaso se había encontrado con alguno de sus viejos rivales de la Hermandad Roja? Lleno de curiosidad, estudió a la silueta blindada que parecía ser el capitán el galeón. A pesar del casco metálico, reconoció las facciones repugnantes coronadas por una espesa barba negra: el mundo era un pañuelo, sin duda alguna. El odio abrasador exaltó la adrenalina producida por el abordaje: tenía ciertas cuestiones que saldar con aquel individuo; deudas que sólo podía pagar la sangre. El irlandés rechinó las mandíbulas.

-Continúas siendo una porquería de capitán, Francois. Tenías que huir con el rabo entre las piernas, como de costumbre, para no plantar cara al enemigo. ¡No eres más que un cobarde!

El francés enrojeció de rabia.

-¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Estos imbéciles no detendrían ni el ataque de un niño!

Vulmea continuó ascendiendo hacia su oponente.

-¿Dónde está el barco que me robaste? ¿Qué fue de los piojosos que se amotinaron contra mí? ¡Quiero respuestas!

Francois lanzó una risotada cínica.

-Los vendí a la Armada Británica para conseguir que olvidaran todos mis crímenes de guerra -explicó-. Fueron ajusticiados en las Bahamas hace tiempo. ¡Sus despojos alimentaron a las gaviotas durante días!

El irlandés sintió como la bilis amarga se le agolpaba en la garganta: no era la primera vez que veía cadáveres ahorcados y encadenados, pudriéndose al sol, como advertencia para los demás piratas.

-Pagaras por ello -prometió-. Juro por Dios que no tardarás demasiado en hacerles compañía en el Infierno.

El francés le espetó burlonamente.

-¿Y me consideras un mal capitán? ¡Dormías la mona en aquella taberna cuando levamos las anclas dejándote tirado en el puerto de Tortuga!

Vulmea lo señaló con la punta del sable.

-Cometí la estupidez de confiar en ti y nos traicionaste a todos -repuso-. Un error que, ni yo ni nadie, volverá a tener…

El irlandés efectuó un movimiento imposible de seguir con la vista. La espada lamió el rostro de su rival y le cortó unos pelos de la barba. Sorprendido, Francois reculó hacia atrás; no esperaba que su antiguo capitán fuera tan rápido. Los aceros trazaron una madeja ensordecedora y levantaron centellas blancas y amarillas, buscando la vida del contrario. La tripulación hizo ademán de auxiliarle, pero Vulmea los detuvo en seco: no permitiría que nadie se inmiscuyera en sus asuntos.

-¡No quiero que intervengáis! -bramó-. ¡Esto es algo personal!

Ambos giraron en círculo, midiendo el temple y la habilidad del otro, con los cuerpos fríamente en tensión. El gigantesco francés, a pesar de llevar armadura completa, se movía con la velocidad de un gato. El hacha de doble puño destellaba en su diestra, prometiendo una muerte segura. El pirata en cambio, ni siquiera llevaba una miserable camisa de malla que le sirviera de protección. Dependía de su pericia y rapidez en el combate en alta mar; estaba en inferioridad de condiciones ante un oponente mejor pertrechado. Como buen espadachín, el irlandés conocía el estilo de Francois desde hacía años; éste era uno de los peores combatientes a los que podía enfrentarse. El hacha descendió trazando un arco relampagueante. Vulmea detuvo el ataque a duras penas: el impacto le hubiera arrancado el brazo a cualquier otro. Un rodillazo lo obligó a retroceder a trompicones hacia la toldilla: era un milagro que no tuviera alguna costilla fracturada. Los piratas contuvieron el aliento y apretaron las armas: parecía que su capitán iba a ser vencido. Irritado, el irlandés descargó cuatro mandobles seguidos sobre su oponente. El francés consiguió detener los tres primeros, pero el último le golpeó el casco, arrancándoselo de la cabeza.

-Había olvidado lo feo que eras, compadre -dijo Vulmea con sorna-. Tu madre, si la conociste, debía de estar muy orgullosa de ti.

Con un rugido animal, Francois se arrojó contra el irlandés, poniendo todo el peso de su cuerpo en el arma. Vulmea se ladeó hacia la izquierda, esquivando de refilón la hoja ensangrentada, que se hundió en el suelo de la popa con un sonoro crujido. El sable trazó un arco lateral y rebanó el cuello del francés de un lado a otro. Tambaleándose, su enemigo soltó el hacha y se llevó las manos a la garganta, intentando detener la horrible hemorragia. A pesar del odio que sentía hacia Francois, el irlandés admiró la voluntad que aún lo mantenía con vida; pocos hombres hubieran resistido una herida como aquella. Vulmea guardó el arma y ordenó al segundo de a bordo:

-¡Arrojadlo al mar! -exclamó-. ¡Que sea pasto de los tiburones!

El italiano subió al mascarón de popa acompañado por varios hombres. El francés, que yacía de rodillas circundado por su propia sangre, hizo un débil amago de resistencia al conocer el destino que le aguardaba. Sin contemplaciones, los piratas lo levantaron en vilo y lo lanzaron por encima del pasamano. Francois osciló en el aire durante un instante y rompió la serenidad de las olas al llegar al océano. El irlandés hizo un burlón gesto de despedida a la figura que intentaba mantener la cabeza sobre la superficie.

-¡Hasta nunca, puerco! -dijo-. ¡Creo que en breve tendrás compañía!

Varias aletas negras avanzaban desde poniente, espoleadas por el olor de la sangre, dispuestas a saciar su apetito con el francés. Vulmea ignoró el destino de su rival y se giró hacía el galeón que acababa de conquistar. La cubierta, llena de cadáveres de amigos y enemigos, parecía la antesala del mismísimo Averno. El irlandés descendió al puente de mando acompañado por el segundo de a bordo.

-Baja a las bodegas y comprueba el botín -indicó-. Veremos que trasladaban estos cretinos a Jamaica.

El italiano asintió y salió disparado hacia el interior del barco.

-Sí, mi capitán.

Un minuto más tarde, un bramido alborozado surgió de las bodegas; al parecer el combate no había sido tan infructuoso como Vulmea pensaba. El segundo de abordo colocó un pequeño barril sobre la cubierta y reventó la parte superior del mismo con el pomo de su espada. El vino, oscuro y embriagador, se deslizó por los tablazones cubiertos de cuerpos inertes. La tripulación levantó las armas y aulló como un solo hombre: por aquella recompensa hubieran luchado contra Satanás en persona de ser necesario.

-¡Abajo hay tantas barricas de vino como en el palacio de Su Majestad! -gritó el italiano lleno de júbilo-. ¡Tenemos fiesta para unos cuantos días!

El irlandés soltó una risotada.

-¡Adelante, perros! -bramó-. ¡Trasladad el botín y a los heridos al Cacatúa y enviemos esta carraca al fondo del océano! ¡Celebraremos una juerga que nunca olvidareis!

FIN

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