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Las aventuras del Hijo de Satán...
 
Hellstorm

HELLSTORM #4
Aliento
Guión: Tomás Sendarrubias

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Tarazona, Aragón. España.

-Venga, no tienes cojones.

Alfonso mira a Samuel, y este se da cuenta de que ha tocado la fibra que hay dentro de todo "macho". Sonríe, sabiendo que a él le hubiera pasado lo mismo. Esa era la frase mágica para convencer a cualquier tío de que hiciera algo, lo que fuera. Los dos muchachos salen de la tienda de campaña que comparten en el campamento de verano, situado en una explanada al pie de una serie de bajas colinas, dentro de un recinto perteneciente a la orden de los Maristas que solía ser utilizado por diferentes grupos de toda España para aquellos menesteres. A pesar de que corre el mes de Agosto, el aire de la noche tiene cierto tinte frío, casi balsámico en comparación con el calor aplastante que sufrían durante el día.

Alfonso y Samuel se dirigen hacia la valla que rodea el recinto, saben donde hay un hueco en la alambrada que les permitirá salir hacia las colinas, el objetivo que se han propuesto esa noche. Tienen trece años y la sensación de que el mundo es suyo.

Evitan sin demasiados problemas a los monitores de guardia, más preocupados de meterse el uno en los pantalones de la otra que de que los chicos vaguen de una tienda a otra. Al fin y al cabo, están en un recinto cerrado, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué alguno de ellos se cuele en alguna de las tiendas de las chicas? Al final, no es tan grave y todos hemos sido jóvenes...

Protegidos por la oscuridad, Alfonso y Samuel llegan al agujero en la valla, una rasgadura de un metro de alto en el tejido metálico. Samuel empuja uno de los lados, ampliando la grieta, y ambos salen hacia las colinas. No llevan ningún tipo de iluminación, pero tampoco les hace falta, la noche es clara, y el camino, poco más que una trocha, aparece nítido a unos cien metros de ellos. Riendo y bromeando, los dos muchachos se dirigen hacia el camino, y lo recorren internándose en las colinas, en una suave cuesta, subiendo. Dos noches atrás, los propios monitores les habían llevado por un camino muy parecido para subir a una de las colinas de la zona, y poder ver una panorámica, hacer fotos, y luego una actividad de dibujo. El dibujo de Alfonso había sido realmente bueno, y uno de los monitores, Pedro, estudiante de Arte, le había sugerido que siguiera dibujando. Alfonso simplemente se había encogido de hombros antes de echar a correr hacia el lugar donde chicos y chicas habían comenzado su eterno baile de cortejo, repetido una y otra vez ad nauseam. Pero este camino era diferente, al final estaba el sanatorio. Lo habían visto cuando habían hecho las fotografías de la perspectiva, y Ana, otra de las monitoras, les había contado una vieja historia de fantasmas. Por supuesto, los chicos se habían quedado encantados, al menos los que escuchaban (Ana no sólo sabía historias de fantasmas, además tenía buen pecho, y eso, a los trece años, es mucho más importante que los fantasmas), y a Samuel se le había metido en la cabeza la idea de ir al sanatorio desde aquel mismo momento.

Orinaron en uno de los árboles del camino, riéndose cada uno del pene del otro, y volvieron al sendero. Finalmente, doblaron un recodo del camino, y vieron la silueta del antiguo sanatorio. Ana había dicho que se llamaba "Santa Catalina", y que años atrás allí se había llevado a enfermos de diferentes enfermedades respiratorias. Bajo la luna llena, la estructura del sanatorio se veía claramente, un rectángulo casi perfecto con un gran patio interior y docenas de balcones y terrazas orientadas hacia el exterior, hacia el viento que bajaba del Moncayo. Alfonso y Samuel no eran los únicos jóvenes que se habían adentrado en los montes hasta el sanatorio, varias de las paredes del exterior mostraban graffitis y pintadas de todo tipo, de lo obsceno a lo artístico, aunque predominaban los simples nombres o las bromas como "El Barto".

-¿Qué quieres que hagamos ahí dentro?-pregunta Alfonso, mientras cogen el camino de bajada hacia las puertas del sanatorio. Samuel se encoge de hombros y se ríe.

-Igual los fantasmas no nos dejan entrar.

-Sí, seguro que les da por ser fantasmas porteros. Venga ya. Eso sí, como se te ocurra romperte una pierna ahí dentro, que sepas que te abandonaré por cabezota.

-Nenaza. Yo qué sé. Pero desde luego, mañana le voy a contar a Mónica que hemos visto al menos una docena de fantasmas.

-Ahora lo pillo-ríe Alfonso-. ¿Todo esto es por hacerte el machito?

-¿Yo? Que va. Seguro que tú no le dices nada a Silvia, ¿no?

Alfonso sonríe, se encuentran ante la entrada del sanatorio, una puerta descolgada de los goznes que franquea el acceso a los pasillos del interior. La luz de la luna se cuela por el centenar de balcones, pero para sorpresa de Alfonso, Samuel saca una pequeña linterna de uno de los bolsillos.

-¿Por qué hemos venido a oscuras si tenías una linterna?

-Hay que saber moverse en la oscuridad, pequeño-ríe Samuel entrando-. Nah, no quería que nos vieran desde el campamento.

Samuel ilumina el pasillo de entrada, y nota un escalofrío. Lo que debía ser la recepción del centro ocupaba la mayor parte del área iluminada por la linterna. Estaba cubierta de viejos papeles, y desde allí, partían diversos pasillos y escaleras. Una silla de ruedas estaba abandonada y cubierta de polvo en la entrada de uno de los pasillos.

-Da muy buen rollo-gruñe Alfonso, y Samuel sonríe.

-Venga ya, mola. Además, tío, seguro que hay algún sitio aquí donde podemos machacárnosla tranquilos, que con el campamento, yo llevo una semana sin darle...

-Eres un jodido mandril...

-Sí, tú no. ¿Cuánto tiempo llevas?

-No es asunto tuyo...

-¿Cuánto?

-Tres días...

-¡Venga ya! ¿Dónde?

-Samu, tío...

-¿Dónde?

-En las duchas...

-¿Cuándo nos estábamos duchando todos? ¡Eres un enfermo!

-Joder, tío, subíamos de la piscina, y a Silvia se le cayó la parte de arriba del bikini...

Mientras hablan, los dos recorren el interior de la recepción, y por inercia, comienzan a subir una de las escaleras, entre risas.

Tras ellos, la silla de ruedas da media vuelta, con un suave chirrido.

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-¡Samu y Alfonso no están!-exclama Jorge, el monitor encargado de despertar a los muchachos, pálido mientras se acerca al coordinador del campamento. El muchacho, estudiante de magisterio, no llega a los veinte años, y cree que no ha estado tan nervioso en su vida. El hecho de ver la tienda vacía le ha dado un vuelco el corazón.

De inmediato todo el campamento estalla en un movimiento incontrolado, en un caos de locura. Los monitores reúnen a los chicos, los cuentan, los recuentan, los preguntan. Y finalmente, Ana se plantea la posibilidad de que hayan ido al antiguo centro médico. Samuel parecía muy interesado el día que estuvieron pintando panorámicas por aquellas ruinas. De inmediato, cuatro de los monitores y el coordinador del campamento se dirigen hacia allí, aunque cogiendo el camino oficial, y se adentran entre las colinas hasta las mismas puertas de los restos de Santa Catalina.

Samuel está sentado en la puerta, en una vieja silla abandonada en un rincón. Sus ojos están abiertos, clavados en el vacío.

-¡Samu!-exclama Ana, arrodillándose ante el muchacho y cogiéndole las manos, pero las aparta de inmediato-. Está helado...

-Samuel-le llama el coordinador, pero el muchacho ni siquiera alza la cabeza, como si estuviera muy lejos de allí-. Samuel, ¿dónde está Alfonso?

No hay respuesta.

-Voy a subir a buscarle-dice Jorge, y Fernando, otro de los monitores, asiente.

-Voy contigo.

Los dos chicos se dirigen a las escaleras, llamando a Alfonso.

Lo encuentran en una de las viejas habitaciones, la 619. Está de pie, mirando hacia la pared. Jorge recuerda de inmediato el final de "El Proyecto de la Bruja de Blair". Jorge y Fernando se acercan a Samuel, el chico está rígido, tenso como la cuerda de un arco. Rígido y helado. Jorge observa sorprendido el mechón de pelo blanco que arranca de la frente del muchacho, un mechón que el día anterior no estaba allí.

Y entonces, comienza a gritar.

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Por supuesto, durante una semana, la noticia aparece en varios periódicos de tirada nacional. A los quince días, sólo ocupa algún fragmento en los periódicos locales y unos minutos de televisión en programas a las doce de la noche sobre OVNIs y fantasmas. A las tres semanas, sólo Santiago Hernán se preocupa por los chicos de Santa Catalina. Periodista, veintiocho años, moreno, el pelo corto, los ojos oscuros, atractivo, mediterráneo... y tremendamente curioso. Ha hablado con los monitores. Con el coordinador. Con los Maristas. Con los padres de los chicos internados en un psiquiátrico en Zaragoza.

Y nadie dice nada.

No, mejor. Nadie sabe nada.

Situación traumática, en ambos casos. ¿Qué vieron?

Nadie lo sabe.

Santiago recuerda que él mismo sintió una extraña fascinación por el hospital de Santa Catalina años atrás, cuando era un crío más y sus padres le enviaban a los campamentos de verano al pie del Moncayo. Al contrario que Samuel y Alfonso, jamás había reunido el valor suficiente como para acercarse a las desvencijadas ruinas, pero su vocación periodística le había permitido acceder a mucha información al respecto de aquel lugar. Un centro de reposo y curación para enfermos pulmonares, apartado del mundo, en un lugar fresco, aireado. De ahí el gran patio, los ventanales y los balcones al exterior, para que sus pacientes tuvieran aire fresco, limpio.

También había sido un lugar de sufrimiento. Santiago había visto viejas fotos de los nichos preparados para los enfermos que morían a diario entre horribles sufrimientos, mientras sus pulmones dejaban de funcionar. Una muerte cruel, dramática. Sentir como poco a poco el aliento va desapareciendo, como los esfuerzos por llenar los pulmones, por llevar aire al interior, son inútiles. Esa muerte Santiago no se la deseaba ni a su peor enemigo. Francisco Franco había inaugurado el centro en 1948 (Santiago había visto las imágenes del NoDo donde aparecía el Caudillo saludando a los diferentes médicos, y algunos pacientes con un aspecto de lo más saludable haciendo ejercicio en el amplio patio), y se había clausurado en 1979. Falta de presupuesto, falta de atención, escasos avances médicos, falta de pacientes... daba igual el motivo, según donde mirase, veía uno u otro. Santiago había intentado realizar un estudio en profundidad sobre el Hospital de Santa Catalina, pero las fuentes habían sido siempre más que escuetas. Natividad Suárez, la última directora del centro, aún vivía, convertida en una anciana respetada en la comunidad médica zaragozana, pero siempre se había negado a hablar de nada relacionado con Santa Catalina. Era como si quisiera borrar aquella etapa de su vida, lo que ya era suficiente como para que Santiago sintiera aún mayor curiosidad por ello.

El verano ha acabado y Santiago aún se encuentra revisando viejas fichas microfilmadas de periódicos de la época franquista en una hemeroteca cercana a la Aljafería. No puede quitarse de la cabeza qué vieron esos chicos, qué les pasó dentro de Santa Catalina. Y sabe que no encontrará la respuesta en esos viejos periódicos donde la verdad era una entelequia apenas suponible, pero el tema ha llegado a convertirse en una obsesión para él, y aprovecha cada momento libre que le deja su trabajo como periodista en un canal de televisión local en su búsqueda de...

De no sabe muy bien qué.

-¿Santiago Hernán?

Sorprendido, Santiago da un respingo apartándose del proyector de filminas y viendo tras él a un hombre al que no ha oído llegar. Santiago sonríe, incómodo y avergonzado, un hombre alto, de pelo rojo recogido en una coleta y unos ojos verdes oscuros que parecen resplandecer en aquel entorno oscuro. Viste vaqueros de Diesel, Converse de color negro y una camiseta del mismo color con el logo de Dolce y Galbana sobre el pecho.

-Disculpe, me ha sobresaltado. Sí, soy yo...

-Perdone, ¿habla inglés? Mi castellano es terrible.

-Sí, sin problema-responde Santiago1.

-Es un placer conocerle, señor Hernán-continúa el hombre de pelo rojo-. Mi nombre es Daimon Hellstorm.

-¿Cómo el Anticristo?-pregunta Santiago, y al instante se arrepiente de haber hecho esa pregunta, al ver la sonrisa torcida que cruza el rostro de su enigmático visitante.

-No, ese era Damián. Yo soy Daimon.

-¿Y en qué puedo ayudarle, señor... errr...?

-Hellstorm. Pero llámeme Daimon. Tengo entendido que es usted el mayor especialista de España en el Hospital de Santa Catalina.

-Bueno, no me atrevería a decir tanto, pero...

-Señor Hernán, tengo un interés muy personal en ese Hospital, en los dos chicos que se encuentran ahora encerrados en un psiquiátrico, y en todo lo que envuelve la historia de Santa Catalina.

-¿Es editor?

-Investigador, por decirlo de alguna manera.

-Señor Hellstorm, no sé si podré ayudarle...

-Señor Hernán, estoy seguro de que no tendrá ningún problema para hacerlo.

Daimon extiende un cheque que saca de uno de los bolsillos de los Diesel hacia Santiago, pulcramente doblado. Santiago lo despliega, y siente el vello de punta.

La cantidad está en blanco.

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Daimon siente un escalofrío en cuanto se acerca al Sanatorio de Santa Catalina cuando el coche de Santiago gira en las colinas bajo el Moncayo, y puede ver por primera vez la estructura del centro médico. De inmediato, le recuerda a un monasterio, una estructura semejante a un claustro, centrado en el inmenso patio... Una imagen acude a su mente, una visión. Ve los pasillos llenos de enfermos, faltos de aliento, con las frías corrientes serranas atravesando puertas y balcones, hombres, mujeres y niños separados en habitaciones y pasillos, algunos de ellos paseando por el amplio jardín, otros simplemente sentados al sol en los ventanales o los balcones... Los médicos caminando junto a ellos, auscultándoles, haciendo pruebas y diagnósticos... Y los ve morir, morir a puñados. Quedarse sin aliento mientras la sangre inunda sus pulmones, o tan débiles que son incapaces de tomar siquiera el aire que es vida. Y los ve, contagiados los unos de los otros, en muchos casos carentes de unas medidas de salud básicas, infectándose, cayendo y siendo enterrados en el propio recinto del sanatorio, los nichos ya preparados en las paredes de una zona cercana al claustro...

-Hemos llegado-dice Santiago, y Daimon le mira, un tanto aturdido, mientras las imágenes desaparecen de su mente. El aire baja frío de la sierra, pero el sol es cálido sobre ellos, lo que hace que Santiago se encoja de hombros-. ¿No deberíamos haber venido de noche?

-Si hay algo aquí-responde Daimon, saliendo del Peugeot 307 de color negro-, le dará lo mismo el día que la noche. La luz del sol sólo expulsa a los fantasmas de nuestros pensamientos, no del mundo.

-¿De verdad crees que vamos a encontrar fantasmas ahí dentro?

-¿Vamos? No sé si el trato te quedó claro. Tú me contabas la historia, me traías hasta la puerta, y te quedabas a esperarme. Y si en una hora no había salido, te marchabas de aquí a toda velocidad y llamabas al teléfono que te facilité, preguntando por Sam Buchanan.

-He estado toda mi vida estudiando este sitio-protesta Santiago-. Creo que debería entrar.

-Santiago-susurra Daimon, tomando por la pechera al periodista-. Quédate aquí. Una hora. Sam Buchanan. Ni se te ocurra cruzar esta puerta. ¿Entendido?

-Soy un adulto, Daimon, no puedes darme órdenes así como...

-Sí puedo-replica Daimon, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia el interior del sanatorio-. Si se te ocurre cruzar este umbral, no me hago responsable de lo que te ocurra.

Santiago ve como el hombre pelirrojo cruza el umbral, pero no se molesta en cerrar las puertas tras de sí. No duda, echa una mirada a la silla de ruedas abandonada, y luego se dirige a una de las escaleras.

Unos segundos después, y enfadado con el pelirrojo, pero sobre todo consigo mismo por permitir que le trate así, Santiago entra en Santa Catalina.

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Frío. Es lo primero que Daimon siente cuando cruza el umbral. Un hálito gélido que empapa cada ladrillo de aquel lugar. Las palabras de Ruth2 resuenan en su mente. "Un frío que ahoga, un frío que niega el aliento, no, por favor...". Ahora, Daimon, con su sensibilidad acentuada, lo puede percibir, casi como si el propio aire se escapase de sus pulmones, como si le costase respirar. Sube las escaleras que se dirigen a la segunda planta, donde se encontraban las habitaciones de los enfermos, y se detienen sólo un segundo, agachándose en un rincón para recoger un juguete abandonado. Una muñeca de trapo, con el pelo de lana roja y vestida con un mandil en el que una mano torpe ha bordado un nombre. "Pilar". Una pelota pasa a su lado, botando suavemente, y cae escaleras abajo.

Daimon alza la mirada y ve frente a él un niño. Pálido, enfermizo, con las ojeras marcadas, vestido con un pijama de color ocre, y un reborde de sangre seca bordea sus labios. Mira a Daimon fíjamente, pero el Hijo del Demonio parpadea, y cuando vuelve a mirar, el niño no está allí. Pero sí hay una impronta de odio en el aire.

De odio... y de miedo.

Daimon camina por el pasillo con pasos cortos, y una puerta se abre sola a su izquierda, con un violento portazo. Sorprendentemente, se sobresalta. Hay algo en aquel lugar, en aquel agujero emocional, que parece turbar su sentido de lo místico. Es como si le hubieran amputado una mano o le hubieran dejado ciego. Le falta un miembro, le falta perspectiva. Dentro de la habitación hay una cama, o lo que queda de ella, ya que sólo queda el armazón y un sucio colchón, sin siquiera una sábana o una manta. Una pequeña mesita y un armario son todo el resto del mobiliario, y sobre la mesa, sólo hay un cepillo viejo y un espejo roto. Las ventanas que dan al balcón están abiertas. Daimon echa mano al picaporte de la puerta y la cierra, volviéndose hacia el pasillo.

Nota las miradas en la nuca. Se gira despacio, mientras tuerce sus dedos en una señal y prepara un hechizo de rechazo. Nota que el pecho le arde cuando el pentagrama místico parece iluminarse incluso a través de su camiseta, un remedo de los tiempos en los que en su interior había contenido un alma oscura y por sus venas había corrido el fuego infernal.

Son tres. Una mujer, vestida con un camisón roto. Una niña, que mira con ojos muy abiertos a la muñeca. Y un bebé, que sostiene la mujer en sus brazos, y que se aferra con dedos yertos al pellejo vacío y seco que es el pecho de la mujer, como si buscara un alimento que dejó de existir docenas de años atrás.

-Vete de aquí-gruñe la mujer, sin soltar a la niña de la mano. Los ojos de esta son azules.

Azules, tan claros que dan vértigo.

-No-replica Daimon, y los labios de la mujer se tuercen en una sonrisa negra. De su pecho, rezuma sangre seca, que cae en los labios de su bebé. Daimon abre la mano. Prepara el hechizo de expulsión.

No es necesario, la madre tira de la mano de su hija, y los tres se marchan escaleras abajo. Y entonces, mira hacia Daimon, con esa sonrisa negra pintada en su boca.

-Vendrán. Ellos vendrán-dice, y su voz rasposa resuena en los oídos de Hellstorm como si estuviera a su lado.

Entonces, Daimon escucha el grito. Y maldice a Santiago. Lanzando un reniego, se lanza escaleras abajo y corre hacia el lugar del que vienen los gritos desgarrados, casi enloquecidos.

La puerta se resiste a abrirse, Daimon tira de ella con todas sus fuerzas. En un letrero gastado junto a ella, se puede leer simplemente "Sala de Diagnóstico". La voz de Santiago vuelve a sonar tras la puerta, y finalmente, Daimon toca la madera y susurra una palabra. La hoja estalla, dejando paso franco al Hijo del Demonio, que observa la escena que tiene ante él. Santiago está casi tumbado sobre una de las mesas, rodeado de al menos una quincena de apariciones espectrales, de ojos oscuros como el abismo y manos afiladas como garras. De sus bocas brota vaho, unas nubes gélidas que hacen que la sala parezca llenarse de niebla helada, que deja gotas de vapor condensado sobre los objetos metálicos de la sala. Santiago mira a un lado y a otro, buscando una salida, pero no la encuentra, rodeado como está por aquellas criaturas.

-¡Daimon!-aúlla al verle entrar-. ¡Daimon, socorro!

Por un momento, Daimon valora la idea de marcharse. Le había dicho que no entrara. Pero antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, ha retorcido las manos en un extraño y forzado símbolo, y grita una orden de expulsión. La sala retumba, tiembla, y las criaturas se giran hacia él.

Mal asunto.

Era un signo de expulsión, las criaturas no debían ni seguir allí. Temeroso, Daimon recuerda los tiempos en los que la magia había dejado de funcionar como debía3, y teme haberlos hecho más fuertes o haber llamado a todas las entidades presentes en el sanatorio.

-Aire-susurra alguno de ellos, y la palabra se repite entre todos. Daimon puede ver sus labios amoratados, manchas de sangre en las pecheras, las manos y pies ennegrecidos. Como un todo, como si fueran una horda, como guiados por una mente de colmena, se arrojan sobre él.

Santiago ve, desde el lugar en el que se encuentra, como una quincena de espectros se arrojan sobre Hellstorm, y finalmente, el aire vuelve a llegar a sus pulmones. Pero son criaturas del frío, y Daimon es fuego ardiente. Traza un dibujo en el aire con una mano, y las llamas estallan a su alrededor. Fuego Infernal que aleja de él a los fantasmas.

-No seré una de vuestras víctimas-gruñe Daimon-. Mirad mis ojos. Mirad mi sangre. Mirad mi sombra.

Las criaturas se apartan, cuchichean entre ellas. Uno de ellos, un hombre que debía haber tenido unos cuarenta años en el momento de su muerte, da un paso hacia él.

-Eres fuego-dice, y sus labios se cubren de escarcha-. Tu aliento es cálido. Eres fuego. Ardiente. Quemas. Pero tu sombra es fría. Gélida. Más que nosotros. Tu sangre no es del todo como la de los otros. Tu sangre arde.

Daimon asiente. Santiago observa, atónito. Las criaturas parecen olisquear el aire. Daimon se despoja de la camiseta, la arroja a un rincón. Un pentáculo invertido arde en su pecho, como si por él corriera el magma.

-Soy el Hijo del Demonio. Mi sangre no pertenece a este mundo ni al Otro. Mi sangre es solo mía.

-Necesitamos calor-gruñe el que parece ser el portavoz de los espectros-. Necesitamos el aliento...

-Os prohíbo tocar a ese hombre-dice Hellstorm, con los ojos ardiendo, señalando hacia Santiago-. Mi sombra lo cubre.

Los espectros gruñen, se miran los unos a los otros, clavan sus fríos ojos en Daimon.

-Quiero saber-continúa Daimon-. ¿Qué ocurrió aquí? ¿Qué os ata?

Hay un susurro entre las sombras, y más criaturas aparecen, filtrándose por las paredes, por el suelo, como convocados por el calor que emana de Daimon. Ninguno mira a Santiago, para ellos es como si no estuviera allí. La niña se suelta de la mano de su madre, titubea un instante, y luego se acerca hacia Daimon. Y le tiende la mano.

-Hola, Pilar-dice Daimon, y la niña sonríe. Daimon extiende su mano, que atraviesa la de la niña.

Y entonces, sabe.

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Natividad Suárez se detiene un momento en su portal, mientras busca las llaves en el bolso. Aunque Septiembre ya está avanzado y el sol se ha puesto, el aire cerca del río es aún espeso, húmedo y pegajoso. Se encuentra a sí misma echando de menos la fresca brisa del Moncayo, el viento que corría en los montes. Allí en Zaragoza el aire parece estancado, espeso.

Su teléfono móvil comienza a sonar con la melodía que identifica a su hijo, y masculla un reniego. ¿Por qué todo se tiene que acumular siempre al mismo tiempo? Olvida la búsqueda de las llaves y coge el móvil.

-Hola, Sebas-dice, descolgando.

No ve al hombre que se acerca a ella por detrás, y que hunde entre sus omoplatos una porra eléctrica que libera 1.200.000 voltios en el cuerpo de Natividad Suárez. Con una convulsión y sintiendo que el corazón está a punto de escaparse de su pecho, suelta el móvil, que cae al suelo, desmontándose. A su alrededor todo son sombras, cada vez más oscuras, pero puede ver, antes de perder el conocimiento, los ojos verdes de un hombre pelirrojo...

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El viento fresco la despierta. El olor le resulta tan familiar que casi duele. Abre los ojos y se encuentra sentada en una silla de ruedas en un entorno que le es completamente familiar, una de las habitaciones del sanatorio de Santa Catalina. Frente a ella, sentado en el borde de un somier sin colchón siquiera, hay un hombre pelirrojo, con el pelo recogido en una coleta baja, y vestido con unos pantalones de lino blanco y un fino jersey de punto. De pie, junto a la puerta, hay otro hombre, moreno, que lleva unos simples vaqueros y una camisa roja.

-No sé que quieren, pero si es dinero...-comienza a decir Natividad, pero el pelirrojo niega con la cabeza.

-Al final, siempre creéis que todo se reduce a lo mismo. A dinero.

-¿Qué quieren de mí?-masculla Natividad, tratando de no romper a gritar, de mantener el control. Siempre ha estado orgullosa de su autocontrol, lo ha visto casi todo.

-Yo quiero saber por qué-pregunta el hombre moreno, encogiéndose de hombros. Sorprendida, Natividad se da cuenta de que tiene los ojos rojos, como si hubiera llorado mucho. De hecho, aunque se esfuerza por impedirlo, no puede evitar que su voz se corte en un sollozo.

-Disculpe, no entiendo...

-Por qué les dejasteis morir-gruñe Daimon-. Por qué permitisteis que sus enfermedades avanzaran tanto como para que no hubiera punto de retorno. Por qué no les tratasteis. Por qué les abandonasteis. Por qué os olvidasteis de ellos. Por qué abristeis todas las puertas y ventanas. Por qué les negasteis los medicamentos. Por qué los matasteis a todos.

-No sé de qué me está hablando-gruñe Natividad, bajando la mirada, furiosa, pero el pelirrojo se acerca a ella, y la obliga a alzar la mirada. Ella tiembla, hay algo en ese hombre que le hiela la sangre.

-Os dabais la vuelta mientras se ahogaban en su propia sangre. En sus vómitos. Permitisteis que bacilos que hubieran sido fácilmente eliminables pasaran de madres a hijos. Murieron familias enteras. Ni siquiera los enterrasteis en los nichos. ¿Una fosa común en el centro del patio es todo cuanto podíais darles?

En ese momento, la mirada de Natividad de alza. Hay barro y tierra en los zapatos de los dos hombres. Mira por la ventana, y lo ve. El socavón en el centro del patio. Los cuerpos secos en su interior. Lo que nunca debería haberse descubierto ha salido a la luz.

-Son periodistas-gruñe-. Todo esto que están haciendo es ilegal...

-Que usted hable de ilegalidades es... vergonzoso-masculla el moreno.

-Natividad-dice Daimon-. ¿Por qué?

-Por dinero-replica ella con una sonrisa amarga-. ¿No era eso? Todo se reduce a lo mismo. Fin de los fondos. Fin de la financiación. Fin de lo que podíamos hacer. No había tiempo para tratarlos. No había tiempo para...

-Intentas justificarlo como un acto de piedad-sonríe Hellstorm, negando con la cabeza y levantándose de la silla-. ¿Nos vas a decir que les dejasteis morir... porque era lo mejor para ellos?

-No-replica ella-. Era lo mejor para nosotros. Era lo único que podíamos hacer.

-¡Siempre hay otra salida!-grita Santiago, arrojándose sobre ella, pero Daimon le detiene.

-Vete al coche, Santiago-ordena Daimon, y el periodista lanza una última mirada a Natividad. Se muerde las lágrimas, y abandona la habitación, dejando solo a Daimon con Natividad Suárez, la mujer que había firmado las órdenes para que el Sanatorio dejara de funcionar... cuando había pacientes todavía dentro. La mujer que había posado en las fotos junto al Caudillo mientras había sido rentable, y que había desaparecido de la vida pública cuando había dejado de serlo. La mujer responsable de la muerte de ochenta y cuatro personas. Hombres. Mujeres. Niños. Que se ahogaban. Que se asfixiaban. Que se helaban de frío mientras los médicos miraban, sin hacer nada para curarles. Sin hacer nada siquiera para aliviarles.

Están solos.

Daimon la mira. Y en ese momento, ellos entran.

Para sorpresa de Natividad, recuerda el nombre de alguno de ellos. La niña es Pilar. Pilar Herrero. Vino con su madre, Angélica, y su hermano pequeño, un bebé de dos meses, se llamaba... Andrés. Su marido trabajaba en una mina cercana, y Angélica había ido con frecuencia junto con su hija y su bebé recién nacido a ver a su esposo. La mina había contaminado sus pulmones, y habían llegado a Santa Catalina buscando curación.

Natividad había decidido que era demasiado tarde para ellos cuando decidió que era demasiado tarde para todos.

Pero había muchos más. Y Natividad siente el frío, y el aire que se escapa de sus pulmones. Intenta gritar, pero no tiene aliento.

Daimon sale, y cierra la puerta detrás de él.

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-¿Qué has hecho qué?-gruñe Sam, y Daimon baja el volumen del manos libres del Corvette que conduce en dirección a Niza. Después de lo de Zaragoza, va a descansar un tiempo.

-He hecho lo que tenía que hacer, Sam-responde Daimon.

-¡Y una mierda!-grita Buchanan-. Daimon, eso es asesinato. Y has implicado a un civil...

-¿Ahora somos un ejército?

-Daimon, sabes perfectamente lo que estoy diciendo. Lo que has hecho es...

-Lo que tenía que hacer.

-Tenía que haber otra manera-gruñe Sam, y Daimon casi sonríe, recordando esas mismas palabras en boca de Santiago, que ha vuelto a Zaragoza, probablemente cambiado para siempre-. Daimon, si nos convertimos en aquello contra lo que luchamos...

-Sam, no-le interrumpe Daimon, adelantando a un coche, y poniendo el Corvette a doscientos kilómetros por hora-. En esta lucha... en esta empresa en la que nos hemos embarcado... en el mundo en el que Ruth, tú y yo nos hemos metido...

-¿Qué?

-No somos los buenos, Sam. No somos los buenos.

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1.- Hasta aquí… traducido del castellano.

2.- Ruth Aldine, Vendas, aliada de Daimon y de Sam Buchanan.

3.- ¿Por qué? La respuesta, en DOCE

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CARTAS DESDE LA PENUMBRA

Hace mucho tiempo que estaba esperando escribir esta historia, y por fin, he tenido tiempo. Y cuando digo mucho, hablo de años. ¿La culpa quien la tiene? Pues el programa de Íker Jiménez en una noche de domingo aburrida, tengo que reconocerlo, y una historia que contaron sobre un viejo sanatorio, situado en Agramonte, una clínica especializada en enfermedades pulmonares, y que a día de hoy parece ser que está cuajadito de fantasmas. Bueno, la historia me llamó la atención... ¿y donde mejor escribir sobre ello que aquí, en la que pretendo sea la colección más oscura de Marveltopía?

Espero que os guste... o que os arranque algún escalofrío por lo menos.

 
 
   
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