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PORTADA
Cuando se derrama sangre inocente, Danny Ketch se transforma en el Espiritu de la Venganza. Ahora, conspiraciones infernales amenazan con cambiar irrevocablemente al Motorista Fantasma... y al mundo.
 
Motorista Fantasma vol. 3

MOTORISTA FANTASMA VOL. 3 #91
El principio del final
Guión: DOB

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PORTADA: Un hombre normal, con unos pantalones vaqueros y una camisa con las mangas remangadas, pelo moreno y gafas de pasta. Está sentado en un sillón verde sentado leyendo el libro Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe

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Resumen de lo publicado:

Daniel Ketch apareció en una habitación del Sanatorio Contantine Peek, una supuesta puerta al infierno de Corazón Oscuro. Allí fue liberado por un niño, vagando por sus tierras hasta encontrarse con los espíritus de la venganza, siendo misteriosamente devuelto a la Tierra. Allí sufrió el ataque de tres seres portadores de tres máscaras griegas en un combate donde se le dio por muerto A partir de aquello vaga por distintas ciudades un tanto cambiado, con un particular sentido de la justicia, dando muestras de que algo ha cambiado en él. Según han ido apareciendo en varias fases de la colección, Danny parece convivir con alguien en el interior del espíritu de la venganza. Alguien que al parecer, va ganando más y más poder. Por otro lado, Sara encontró a Johhny Blaze en la parte de Constantine Peek ubicada en la Tierra. Después de deambular por la ciudad de Nueva Orleans, fueron atraídos hasta Emetiquia, una parte colindante del infierno de Corazón Oscuro, donde se les fue revelado lo que no recordaban, que habían sido poseídos por dos espíritus de la venganza pactando con Corazón Oscuro, y que Sara era la difunta esposa de Blaze, Roxxane. Partieron con la premisa de encontrar aquello que bloqueaba sus recuerdos y que ocultaba el porqué del pacto de Corazón Oscuro, un ente que llaman perforación, capaz de crear alteraciones en la realidad. Ahora, sin recordar nada de sus verdaderas identidades, viajan hacia Denver.

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"Sangre.
En un espejo.
De colores".
(Sara)

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Un lugar apartado en Nueva York

La cocina se encontraba completamente desordenada. En el suelo la mugre se abría paso, descoloriendo casi completamente el marrón de sus baldosas. El techo, blanco en épocas mejores, estaba lleno de restos de humo y polvo. El foco de la lámpara fosforescente que iluminaba la sala pareció morir al encenderse; adoptando las sombras forma y color. Decenas de platos sucios llenaban las alacenas de una cocina plagada de cucarachas y hormigas. Ante esto, ninguno de los dos se sintió incomodo. No buscaban asepsia ni pulcritud. Buscaban un lugar donde hablar, descansar y no ser vistos.

Cuando Mary abrió el grifo para lavar una de las tazas que había recogido del suelo, se escuchó un ruido en la tubería. El agua se negó a salir, pero esto no borró la sonrisa de su cara, sólo le hizo recordar lo seguro que era el lugar que había elegido como escondite. Dispuesta a limpiar la suciedad, decidió coger una botella de agua mineral de uno de los armarios inferiores. Aunque su interior era verdoso, pareció no importarle; es mas, le agradó de alguna forma. Lavó la taza con sumo cuidado, intentando no pensar en las marcas de los labios que habían bebido de ella. Después cogió un cazo y lo llenó con un dedo de agua, con cuidado, vertiendo solo la suficiente; dejando espacio a la restante vida del interior del plástico.

Encendió uno de los fuegos, aun sin gas,-ya que hacia años que habían cortado el suministro-, y allí esperó a que el agua herviera. Sin descuidar la temperatura del agua, miró de reojo a su invitado.

Él o ello, se encontraba sentado, en una postura relajada, mirando fijamente el continuo caminar de los insectos en el suelo, absorto, ensimismado. -Absorto-, sonrió. ¿Podía alguien con un calavera en llamas estar absorto? Aquel que había vuelto, ¿podía estar absorto?- atenazada por una pequeña urticaria se rascó la barbilla -Pensando en su venganza, seguro- dedujo.

Cogió con sumo cuidado el cazo,-por suerte no quemaba demasiado-, puso el sobre de té en la taza y volcó el agua. A continuación, sacó un tarro de azúcar de otro de los armarios, apartó a un grupo de hormigas bastante dormidas, y lentamente se sirvió dos cucharadas y media. En el fondo observó dos diminutas patitas.

Con la taza en la mano, se acercó a la mesa y se sentó enfrente del Motorista fantasma. Lo miró durante un instante. No podía creer que tras aquel ser se escondiera su amado. Pero de hecho eso era así. Lo sabía. Podía reconocerlo. Además, había escuchado hablar del Motorista Fantasma. No pudo sino recorrerlo de nuevo con la mirada. Parecía cansado. Abatido tal vez. Quizás la convivencia allí dentro no era muy grata. O tal vez la parte humana de aquel demonio aún luchaba contra su naturaleza.

Le dio varias vueltas a la infusión con la pequeña cucharilla, tratando de hacer el menor ruido posible. Intentando no perturbar el silencio que reinaba en la estancia, enclaustrada en un silencio mortuorio.

El frío entraba por la oquedades de las paredes, que contenían un dibujo ya desvaído por el paso del tiempo, de un mosaico con una forma que no llegaba a apreciar en su totalidad. Sentía hablar pero quería hacerlo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez? ¿Siete años ? Quería verlo y sentirlo de nuevo. Quería que la matara. Cumplir con su destino.

-¿Se está bien ahí dentro?- preguntó mientras bebía de la taza; el agua aun hervía pero su lengua no se quejo.

El Espíritu de la venganza la miró. Sus ojos centellearon.

-Veo que sigues tan prepotente como siempre- sonrió y siguió bebiendo. Quería y debía provocarlo. Su amado, su demonio, necesitaba de su ayuda. Ella era su parte en la tierra. La que alguna vez necesitaría. Ese día había llegado. Suspiró al ver como se levantaba. Fue muy rápido, mas de lo que nunca había soñado.

La taza se hizo cientos de pedazos cuando la cadena impactó contra ella. Algunos de esos trozos, le cortaron el labio a Mary. El té cayó sobre su vestido.

La llamas crecieron en intensidad en el cráneo del demonio. Las tachuelas de su chaqueta de cuero comenzaron entonces a vibrar. Como pequeñas manos que intentaban salir de una ciénaga, las costillas crecieron por la abertura de la cazadora, tornándose del color óseo natural a un carmín sangriento y baboso.

La sangre fluyó de la boca de la mujer, se deslizó por su barbilla, y de allí goteó hacia el suelo. Sin poder reaccionar, quizás ante un repentino arrepentimiento, la cadena la agarró por el cuello y la elevó un metro del suelo, hasta que su cabeza casi toco el techo. Los eslabones empezaron a cerrarse, cortando todo a su paso.

La cremallera de la chaqueta, de lo que una vez había sido el Motorista Fantasma, se rompió debido al constante crecimiento oseo que sufría su torso, enseñando unas costillas pobladas de sangre y carne, con un pequeño corazón que sufría una pequeña arritmia cardiaca, vertiendo un viscoso y grumoso líquido que caía al suelo, creando una mancha burbujeante- parecida a la bilis- que corroía el dibujo de las ya desgastadas baldosas.

En el momento en el que las llamas del cráneo del demonio crecieron de intensidad, llegando su poder al techo, consiguiendo tornarlo de color alquitrán, cual pulmón de fumador activo, Mary pensó lo feliz que era, -sintiendo una gran satisfacción-,al comprobar como la muerte estaba ya tan cerca, por lo que disfrutó todo lo que pudo aquel instante. Los restos de su ya maltrecho vestido comenzaron a hacerse jirones tras los empujes de la cadena, hasta que se deshilachalaron completamente, dejando su cuerpo al desnudo, tatuando la sangre en su piel figuras ancestrales. Haciéndola padecer. Gritar.

Ante el alarido de la mujer, el poder que aún Daniel Ketch conservaba en el Motorista Fantasma se desvaneció totalmente. Y el otro ser, que desde hacia días compartía con él el control del espíritu de la venganza, se liberó.

Y ella, sintiendo el dolor ya atrozmente, sólo pudo cerrar los ojos.

Mientras los cerraba, lo vio salir y pudo ver su color. Entonces supo que no estaba equivocada.

Con la visión de la muerte tan cerca pudo sumirse a él en cuerpo y alma. Eso la extasió.

Después solo hubo oscuridad y paz. Y aun sin ojos, quiso mirar. Y en el silencio quiso escuchar.

Tras un periodo de tiempo en el que no hubo tiempo, se hizo la luz. Como si escudriñara por una pequeña cerradura - por el limitado campo de percepción que disponían sus ojos- observó la misma cocina donde había muerto segundos antes.

Ahora había cambiado. Rejuvenecido era la palabra exacta. El suelo lucía un perfecto y brillante color marrón, y los enseres que convivían allí ahora se hallaban perfectamente limpios y ordenados. El tubo fosforescente confería un tono azulado a toda la estancia, como si se hubiera tratado digitalmente con algún tipo de filtro gráfico. Al principio no podía moverse. Era razonable- pensaba - Estoy muerta.

Pero según pasaban los segundos iba progresivamente recobrando la sensibilidad y capacidad motora de todos sus miembros. Todos menos su visión, que quedaba reducida a un pequeño rectángulo, por lo que tenía que mover mucho su cuello para observar todo el conjunto de lo que ocurría en aquella habitación. A su derecha, una mujer estaba preparando una ensalada, cortando con un largo y afilado cuchillo una verde y fresca lechuga. A su izquierda una pequeña niña jugaba con una muñeca. No le extraño mucho que con un alfiler le estuviera perforando los ojos. Se reconocía. Era ella. Veinte años atrás.

Se sentó a su lado y la miró. Aquella nunca había sido su casa, pero sin embargo aquella pequeña niña sí en el pasado.

Salió por la puerta de la cocina y cruzó un estrecho e iluminado pasillo. Miró por una ventana. El sol había caído, la calle aún con gente parecía muerta ante la ausencia de pájaros y coches. Cuando llegó al salón lo vio sentado, ya no como un espíritu de la venganza, sino como un hombre normal, con unos pantalones vaqueros y una camisa con las mangas remangadas, pelo moreno y gafas de pasta. Leía un libro: Fausto; muy típico de él. Por un momento sintió ganas de reír, pero no tenía boca para hacerlo.

-Hola- dijo asomando la cabeza por encima del libro. Sonrió con una amplia sonrisa, en el interior de su boca pudo ver que tenía caries.

Ella se sentó a sus pies e intentó acariciar sus rodillas. Pero no lo hizo. No tenía manos.

-¿Te ha gustado?¿Lo esperabas así?- preguntó ajustándose las gafas a la nariz.

Por más que lo intentó Mary no pudo hablar. Aquello la incomodo hasta el punto que casi comenzó a llorar, pero él, al ver el gesto triste impreso en sus ojos, consiguió atravesar la tela invisible de la realidad y acariciar el resto perdido en la inexistencia que aun quedaba de ella; el despojo que había sobrevivido después de muerta y que vagaría siempre en aquella casa.

El hombre apartó el libro a un lado y se levantó. Miró la sombra de la mujer tras sus ojos de demonio y habló.

-Tengo muchas cosas que hacer ahora que he vuelto-. Se despojó de las gafas.

El salón circular comenzó a dar vueltas. Una amplia biblioteca, incrustada en una de las alas de la habitación, se desmoronó ante el continuo rotar de todas las cosas.

La materia entonces comenzó a envejecer de nuevo, adoptando colores grisáceos y mugrientos. Las luces se convirtieron en tumbas de mosquitos, la alfombra en cunas de ácaros. La madera en roído serrín.

Mary se quedó quieta, asustada al ver que todo se descomponía. Al reconocer en este hecho su futuro. Y como si de verdad en aquel momento muriera contempló la película de su vida.

Se vio en el vientre de su madre. Al principio aquella visión le provocó nauseas pero se adaptó rápidamente. Se sintió caliente y mojada. No quería salir de allí dentro.

Como un relámpago la oscuridad se deshizo y vio un resplandor, entonces dos ojos rojos la miraron.

La siguiente visión que tuvo fue en la cuna rodeada de sonajeros y peluches, quería agarrar un dedo, sentir el tacto de la carne de su madre. Solo así se dormiría y no soñaría con los monstruos.

Las muñecas dejaron de gustarle cuando comenzaron a hablarle del señor de los demonios.

De como un día vendría a por ella. Por eso les perforaba los ojos. Sino la veían no podrían hablarle.

A los diez años él la miró y le habló; sus palabras quedaron grabadas a fuego lento en su mente, "morirás por mí".

A los doce, empezó a ver la muerte de forma distinta cuando su padre degolló a su madre. Pudo ver en un recóndito lugar de sus ojos algo antes de morir que no pudo describir.

Cuando la llevaron con sus tíos quiso morir un par de veces, pero siempre la cogieron a tiempo. Contando con solo catorce años la internaron en un psiquiátrico para menores. Allí perdió su inocencia con un celador, en sus ojos vio el rostro del señor de los demonios. Ese día supo que nunca la abandonaría.

En los 90 tuvo su particular etapa hippie. En las drogas lo veía, en el sexo lo veía. En ese tiempo tuvo una hija no deseada. Posteriormente alguien le dijo que había visto el parto en una película rumana. De la hija nunca nada más se supo.

Las imágenes una a una se fueron sucediendo, en todas se fue viendo ligada a aquel ser que la había matado. Supo que su destino había sido trazado desde un principio. Una mala tirada de dados. Una casualidad dentro de una causalidad. Ella había nacido para servir de alguna manera a aquel demonio, y ahora que lo veía con la apariencia de un espíritu de la venganza, abandonando la desvencijada casa, dudaba si había valido la pena.

Tras el silencio que produjo su marcha , y suponiéndose sola toda una eternidad, se sintió desvalida y engañada. Quiso maldecirlo, pero no pudo, seguía sin tener boca. Rompió a llorar, pero ninguna lágrima cayó al suelo.

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Un motel en las afueras de Denver

Johnny Blaze abrió un ojo. La habitación se hallaba en silencio pero creía haber escuchado un ruido. Estaba acostado, con la manta hasta el cuello, desnudo de cintura hacia abajo. A su lado dormía plácidamente Sara, el constante silbido de su respiración le confirió calma a su animo.

Camino de Denver habían parado a descansar en un motel de las afueras, dado el viaje y el continuo ajetreo al que habían sido sometidos los días anteriores, ahora se encontraban bastante cansados.

Poco a poco se hacía viejo, y lo malo era que lo sabía.

Encendió con sumo cuidado la lamparilla de la mesa de noche. Echó una ojeada a la habitación. Nada se movía ni había ningún super-demonio semidesnudo acechándolos. Nada por lo que preocuparse.

El amor a veces tiende a crear el olvido, y quizás ahora era presa de él gracias a Sara. Quizás se estaba dando cuenta de lo inútil de su lucha y lo plácida que sería una vida normal. Una vida en el que la única preocupación que supusiera despertarse a media noche fuera la de la presencia de una mosca, o el ruido de un perro husmeando en los cubos de basura. Tal vez sí que se estaba haciendo viejo. A lo mejor era hora de colgar las botas. Ahora no podía hacerlo ya que se hallaban en la búsqueda de una maldita cosa a la que llamaban «perforación», supuestamente un bebe-demonio, venido del otro lado. Algo que supuestamente estaba provocando ciertas alteraciones en la realidad. En cierta forma la misión le importaba poco, mas que encontrar aquella cosa, simplemente quería descorrer el velo que turbaba su mente; averiguar que era lo que había ocurrido el día anterior a su primer encuentro con Sara en Constantine Peek1. Según las palabras del Soberano de Emetiquia, tanto Sara como él mismo, sufrían también aquella alteración de la realidad, fruto de la cual no podía ninguno de los dos recordar nada de aquel día, ni siquiera quien era Sara2. A veces, la veía sufrir en silencio, como atrapada por algún recuerdo pasado. Tal vez un secreto que no podía o no quería desvelar. Temía por aquel secreto pero en el fondo sabía que lo podría llegar a aceptar. Nunca había estado tan bien, ni siquiera... Dios,...Roxanne, aunque ya había asumido su perdida, cuanto le costaba decir su nombre.

Cuando se levantó de la cama, dispuesto a atracar la nevera, Sara pareció estremecerse, como si sintiera desasirse de su calor. Aquello le hizo sonreír. Postrándose en la cama le besó la frente; el olor de su perfume le embriagó.

Caminó hacia la cocina americana, abrió la nevera y sacó dos rebanadas de sandwich, un bote de mayonesa, una hoja de lechuga y un poco de pollo; restos de una suculenta y estadounidense comida rápida.

Cuando cerró el emparedado creyó escuchar una voz. Por un momento pensó en Sara. Rápidamente se acercó de nuevo al dormitorio. Sara seguía durmiendo, con las manos posadas en la parte de la cama que no le correspondía. Por un momento lo achacó a la continua fatiga que acumulaba, pero en el momento que escuchó en el susurro su nombre, esta vez, mas claramente, supo que aquello estaba ocurriendo de verdad.

La voz no venía de ningún sitio. Por lo menos eso le pareció. Intentaba recordar de que parte del pequeño apartamento había surgido. Pero no podía situarla en ningún lugar. Esperó pacientemente a que la voz lo llamara de nuevo. Pero no lo hizo.

Se sintió por un momento nervioso, intranquilo. Pensó en despertar a Sara, pero, ¿para qué? -pensó, -si se encontraran en un situación de peligro, los espíritus de la venganza los hubieran poseído-. Miro sus manos; respiró profundamente.

Se sentó en un viejo sillón ubicado en el pequeño salón que daba paso a la cocina, encendió la televisión y devoró el sandwich. Durante una hora estuvo tragándose la programación por cable: películas de serie Z y algún telefilm, y ni aquello pudo liberarlo; repicando en su cerebro seguía el eco de la voz; martilleándolo una y otra vez.

Con un dolor de cabeza insoportable decidió probar suerte en el exterior. Cerró la puerta sin hacer ruido, cerciorándose antes que Sara seguía durmiendo.

El aire pareció darle alivio. Frío y seco era el mejor analgésico que podía obtener a diez kilómetros a la redonda. Más calmado se sentó en un pequeño cojín verde situado al lado de la puerta. La voz aun perdida, parecía taladrarlo por dentro. Intentaba por todos los medios ubicarla en alguna garganta, darle cuerpo a esa voz. Pero cualquier intento era inútil, estaba demasiado distorsionada como para tener un dueño- Johnny- se repetía en su cerebro - Johnny-

Se encontraba perdido, como aquella voz en su cabeza. El desasosiego que transmitía era contagioso, hasta el extremo que sintió pena aun sin conocer a su portador. Pena y angustia.

Se levantó tambaleándose. Aquel peso que tenía en la cabeza era abrumador. Aquel sonido le oprimía los sesos.

-¡Cállate!- Gritó agarrándose fuertemente las sienes con las manos.

En ese momento la voz se acalló completamente. Hubo un silencio sepulcral en su mente en el que faltó todo, como si se hubiera quedado sin pensamientos, sin ideas, sin recuerdos. Aquello lo atonto durante unos instantes y lo hizo caer al suelo.

En ese momento una silueta difusa y desgarrada se materializó sobre él suplicándole - Ayúdame Johnny-. Acto seguido, como apartado de la realidad, se difuminó en el aire.

Era su hermano. Daniel Ketch.

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Un callejón de Nueva York

El sonido estridente del gancho contra el metal de la puerta resonaba por todo el callejón. Su portador, ataviado con una bata blanca sonreía. Sus rasgos, en otro tiempo de extrema dureza, ahora permanecian sumamente relajados. Observando este detalle, cualquier persona podría pensar que eran demasiado serenos como para tratarse de las facciones de un asesino. Al verlo caminar por la calle, de no ser tal vez por las zapatillas manchadas, la bata blanca o el afilado gancho - quizás, obviando este último-, cualquiera diría: - Buenas tardes, doctor-, -¿Como me encuentro, doctor?- Pero en plena calle, con aquella indumentaria y tras esa sonrisa, todo el mundo claramente lo tomaría por un loco. Un incapacitado mental que quedó apartado de la medicina por alguna causa trágica - como sí era su caso (una mujer y unos niños muertos a sus manos lo atestiguan3)- En esta ocasión Karl - el hombre que ahora estaba unos 20 pasos por delante de él-, al verlo con aquel gancho no pensó siquiera en la cordura de aquel hombre, ni si había tenido una infancia difícil o una tragedia familiar, un accidente de coche que le costara una novia o un paciente que muriera a sus manos por un error debido a un exceso de bebida. Tan sólo pensó en correr y en correr hasta que se topó con una calle sin salida, ninguna escalera por donde escapar, y un muro imposible de escalar.

El ver su sonrisa lo angustiaba mas aun que el verse sin fuga alguna. Aquel rostro completamente pacifico podía haber sido confundido con el de un niño, ¿pero podía haber pureza tras esos ojos?

La puerta metálica acabó, y con ello el rechinar del gancho. Un silencio en el que, como telón de fondo, sólo se escuchaba el eco de la ciudad y el jadear de una respiración que pronto iba a ser cesada.

El doctor Mann4 asumiendo el rol de ejecutor había condenado aquel hombre a muerte. Su pecado era no creer en su verdad. El dolor y la sangre tendría que redimirlo, para así alcanzar el perdón y ser libre. Ante su futura obra no le quedaba otra cosa mas que estar feliz; completamente feliz. Un estado de plenitud absoluto. Crear adeptos al dolor es lo que él ansiaba, lo que más deseaba, y gracias a aquella llamada5 podía ejercerla en el lugar donde habitaban los verdaderos pecadores. Libre y contento de su hacer, ¿qué más quería?

Cuando llegó a él, ni si quiera lo miró, sólo se abrió de brazos para recibir al hijo pródigo - ven a mi- le dijo con los ojos de par en par. Pero Karl no pudo hacer otra cosa mas que echarse a temblar. Por lo tanto entre orín y miedo, el doctor Mann hizo su trabajo.

Cuando ya había adoptado un nuevo fiel a su doctrina, creyó escuchar un ruido a su espalda. Volvió su cabeza pero no vio a nadie. Limpió el gancho con las ropas del purificado y comenzó a orar por su descanso.

En su oración escuchó pasos. Pero no paró.

Escucho el lento roce de una cadena en el suelo; el crepitar de una llama. Pero tampoco cesó su rezo.

Y en la luz de los perdidos ojos del objeto de su plegaria vio el reflejo de su visitante. No ya la figura ilusa de lo que era, sino la verdadera imagen que guardaba dentro. Entonces se echó al suelo; a sus pies - Mi señor- dijo con temor a mirarle directamente a la cara - ¡has vuelto!-

El motorista Fantasma lo cogió de los hombros y lo levantó.

Llorando de la alegría Mann no pudo mas que mirar hacia los cuencos de su calavera. Y tras ella, como la representación difusa de un espejismo, apareció el verdadero rostro del portador del espíritu de la venganza que una vez había sido el Motorista Fantasma. El rostro de Mefisto.

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1.- Ver número Motorista Fantasma III #78

2.- Sara es Roxxane, la mujer de Blaze. Ver número anterior.

3.- Ver número Motorista Fantasma III #81

4.- El siniestro doctor que apareció en los primeros números del Motorista Fantasma en Marveltopia

5.- Ver número Motorista Fantasma III #83 (No creáis que me olvidado de esto ;)

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CORREO AL OTRO LADO

Mil perdones por la espera, gracias por las buenas criticas y el premio a mejor serie de este año que se va.

Tened todos un buen año 2003.

Un saludo, Dob

 
 
   
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