Thor Anual #1 – Historias de Asgard

thoranual01Hogar de los poderosos aesires, los dioses de la mitología escandinava, las maravillas del reino Dorado parecen no tener fin. Los misterios aparecen detrás de cada esquina, mientras criaturas fantásticas pululan por doquier. Marveltopía se complace en presentar… Historias de Asgard

#Anual #1 – Historias de Asgard
La canción del verdugo

Por Bergil


Fecha de publicación: Mes 56 – 12/02


Nota: Los hechos relativos a la estancia de Skurge en Walhalla (y posteriores) transcurren en un momento indeterminado entre el abandono del Verdugo de Hel y la expulsión de los aesires de Asgard ante la amenaza combinada de Set y Loki, y en ausencia de Thor del reino dorado. Los incisos correspondientes al pasado de Skurge son, en todo caso, previos a la primera aparición del Verdugo en la colección de El poderoso Thor, en el número 103 de la misma, cuando todavía se llamaba Journey into Mistery.


Skurge volteó su hacha con la mano derecha, mientras con la izquierda apartaba a un enemigo que se le venía encima. Lanzando tajos a diestro y siniestro, se abrió paso a través de las filas de sus contrarios del mismo modo que una guadaña corta la mies madura. Estaba causando una gran mortandad pero, a pesar de ello, las huestes se abalanzaban sobre él sin desfallecer un solo instante.

La cota de malla del Verdugo estaba erizada de flechas que habían sido lanzadas en un vano intento de detenerle, y él mismo sangraba profusamente por varias heridas. Así las cosas, ni una sola vez cruzó por su mente que el fin se encontrara próximo. Lentamente, pero con decisión inexorable, avanzó hacia el estandarte enemigo. Ya se encontraba a escasos metros del mismo cuando el sonido de un cuerno de guerra resonó por toda la planicie. En ese momento, como si hubiera obrado un conjuro poderoso, todos los enfrentamientos se detuvieron, y los contendientes dirigieron sus ojos hacia un mismo punto.

– El sol se pone -dijo el guerrero, casi tan fornido como el mismo Verdugo, que segundos antes había estado a punto de perecer bajo el filo implacable de su hacha.

– En efecto -dijo Skurge, al tiempo que tendía la mano a su interlocutor para ayudarle a levantarse-. Como todos los días.

A lo largo y ancho del campo de batalla, escenas similares se repetían con escasas variaciones. Los moribundos se levantaban, y ambos ejércitos se dirigieron, en fraternal camaradería, hacia un gigantesco y suntuoso palacio que se hallaba en una pequeña eminencia, algo apartada.

Así terminó otro día en el Walhalla. Los guerreros caídos en combate, como todos los días, habían combatido unos contra otros desde el amanecer; y también como todos los días, el ocaso señalaba el fin de la batalla, y todos se encaminaban al palacio para sanar sus heridas y disfrutar de un copioso banquete, regado con hidromiel, antes de retirarse a descansar y reponer fuerzas para volver a enfrentarse al día siguiente. Así un día tras otro, afinando las habilidades guerreras para estar dispuestos a la acción cuando fuera necesaria su intervención1.

– Enhorabuena, Skurge -dijo un asgardiano alto y fornido, aunque no tanto como Skurge, de pelo castaño..

– Gracias, Harokin -respondió ceñudo el Verdugo.

– ¿No habrá manera de hacerte sonreír? -dijo, jovial, el líder de los Einrehar, los guerreros del Walhalla-. Hoy has estado a punto de apoderarte de nuestro estandarte.

– ¡Hum! -se limitó a mascullar el Verdugo.

– ¡Por los anillos de la Serpiente de Midgard! -exclamó, sorprendido, Harokin-. Grandes guerreros como yo mismo, aunque esté mal que sea yo el que lo diga2, o Eilif3 han sido incapaces de conseguir lo que tú casi has alcanzado en el poco tiempo que llevas aquí, ¿y todavía no estás satisfecho? Skurge no contestó. Dio una palmada amistosa en el hombro de Harokin y, con una sonrisa torcida, entró en las amplias estancias del palacio.


Después del banquete4, los Einrehar se retiraron a sus habitaciones. Skurge no sabía si un asgardiano muerto podía sentir cansancio o no, ni le importaba. Sólo sabía que cada noche, cuando se encontraba a solas, un extraño sopor venía sobre él, y su mente se perdía por extraños caminos. Y cuando llegaba la mañana, y de nuevo marchaban al campo de batalla, sus miembros se encontraban tan fatigados como si llevara toda la noche ejercitándolos, en lugar de haber permanecido en reposo.

Aquella noche, pues, como todas desde hacía ya algún tiempo, sus pensamientos volaron hacia el pasado, hacia el ya lejano período de su infancia, a aquellos días en los que vivía con su padre…


– ¡Tharbad! -gritó una voz en el exterior del puesto fronterizo- ¿Dónde estás?

Quien así gritaba era un fornido guerrero. Aún no llegado a la completa madurez, por debajo de su casco asomaba una frondosa mata de pelo de un encendido color rojo, mientras que un incipiente bozo comenzaba a aparecer alrededor de su boca y en sus mejillas. Detrás de él, mientras los caballos piafaban y golpeaban el suelo con sus pezuñas, un destacamento de jinetes esperaba a que su comandante hablara con el del puesto.

Un muchacho salió a la carrera de la edificación principal. Aunque joven todavía, su corpulencia anunciaba que cuando estuviera completamente desarrollado sería un guerrero formidable, aún para los cánones de los asgardianos. Su pelo, del color del azabache, y su piel morena, contrastaban con el azul profundo de sus ojos.

– ¿Sí, señor? -preguntó, respetuoso, aunque el pelirrojo apenas parecía mayor que él según los estándares asgardianos- ¿Puedo ayudaros en algo?

– ¿Eres tú el comandante del puesto? ¿Eres Tharbad?

– No, señor. Soy su hijo. Mi padre no se halla ahora aquí.

– Bien, bien… Bueno, mi nombre es Volstagg. Precisamente vengo comisionado por el propio Odín en persona -y al decir esto mostró un pergamino enrollado y sellado con el emblema del Cuervo- para ocuparme del problema de los trolls. Esas malditas criaturas se han vuelto demasiado insolentes, y si no se pone coto a sus desmanes podrían llegar a constituir una verdadera amenaza. ¿Tardará mucho en volver tu padre?

– No lo creo, señor. Ya hace varias horas que se marchó. Debe estar a punto de regresar. ¿Queréis vos y vuestros hombres desmontar y acomodaros mientras tanto?

– No, muchacho, muchas gracias. Aunque tengo apetito, pues han sido muchas horas sin reponer fuerzas, estoy esperando a que lleguen los exploradores que envié de avanzadilla.

En ese momento, un jinete se aproximó a galope tendido al grupo. Detuvo en seco su montura, cuyos cascos hicieron volar la gravilla al frenar. Desmontó y se acercó a Volstagg, al que saludó militarmente.

– Nuestras sospechas eran ciertas, comandante -dijo a Volstagg-. Hay huellas de un grupo numeroso de trolls a la entrada del desfiladero de Fornost, y…

– ¿Fornost, has dicho? -interrumpió el muchacho-. ¡No puede ser! Mi padre fue hacia allí, esta mañana…

– Tranquilízate… ¿cómo dijiste que te llamabas?

– No os lo he dicho. Me llamo Skurge. ¡Por los nueve mundos! ¿Cómo podéis decirme que me tranquilice? ¡Mi padre podría hallarse en grave peligro!

– No te preocupes, muchacho. Como te dije antes, nuestra misión es precisamente esa: encargarnos de que los trolls no prosigan con sus tropelías. Este comunicado de mi explorador es precisamente el dato que me faltaba para saber en qué punto hemos de descargar el golpe. ¡Atención, hombres! -dijo, alzando la voz y dirigiéndose a la tropa-. ¡En maaaaarcha!

– Como queráis -dijo Skurge, yendo hacia el establo y sacando una montura-; pero yo os acompañaré.

– ¿Estás loco? Si eres apenas un muchacho…

– Vos no sois mucho mayor, a lo que parece -repuso Skurge, secamente-. En cualquier caso, no os aconsejo que intentéis detenerme.

Viendo la decisión claramente reflejada en los ojos de su interlocutor, Volstagg optó por ceder, mascullando:

– Como quieras… pero será bajo tu exclusiva responsabilidad.

– No os he pedido que cuidéis de mí -repuso, orgullosamente, Skurge.


Algún tiempo después de partir del puesto fronterizo, el destacamento se acercaba al desfiladero. Volstagg no cesaba de mirar, preocupado, las alturas que se aproximaban.

– ¿Teméis algo? -le preguntó, zumbón, Skurge.

– No me gusta nada este sito, muchacho, ya que quieres saberlo… Este lugar resulta pintiparado para realizar una emboscada.

– Ya… eso, si los trolls tuvieran una chispa de inteligencia… que no la tienen.

– No creas, chico. Sus últimas incursiones han preocupado incluso al Padre de Todos. Alguien debe haber desarrollado un cerebro, en esa ralea de alimañas, porque están demostrando un sentido de la estrategia del que carecían hasta ahora… No es que no sigan haciendo uso de la fuerza bruta, porque sería estúpido no hacerlo, pero…

En ese instante, la cabeza del grupo penetró en el desfiladero, y el sol quedó oculto tras los altos riscos. Un escalofrío recorrió la espalda de Skurge. ¿Era frío, o…? De repente, un bulto llamó su atención. Separándose del grupo, se dirigió hacia una de las paredes del desfiladero. Un cuerpo yacía allí, herido por numerosas armas. Skurge no necesitaba darle la vuelta para saber que se trataba de su padre. En silencio, le colocó en posición de reposo y ciñó su espada al costado. Luego, volvió a montar y se reunió con el grupo, que había permanecido aguardando en silencio.

– ¿Era…? -preguntó Volstagg, intentando consolar al muchacho, cuya expresión e había vuelto, si cabe, más sombría aún.

-Sí -respondió, escuetamente, Skurge. Sus ojos estaban secos.

El grupo siguió avanzando. El silencio pesaba sobre ellos como una losa.

– Está todo demasiado tranquilo, ¿no? -preguntó Skurge a Volstagg. Justo en ese momento, un crujido sobre sus cabezas les hizo alzar la vista. Una enorme roca, seguida de otras no menores, descendía hacia ellos a velocidad creciente-. Vaya, hombre… si antes hablo la boca…

– ¡Atención, tropa! -bramó Volstagg, para hacerse oír por encima del estruendo-. ¡A galope tendido, hacia la salida del desfiladero!

Los aesires espolearon a sus monturas. Éstas, por otra parte, no necesitaban mayor estímulo para lanzarse en tromba hacia adelante: el ruido ensordecedor de la avalancha era acicate suficiente para ellas. No todos, sin embargo, consiguieron pasar. Algunos jamás regresarían a su casa; jamás verían la sonrisa de su esposa, y nunca galantearían a las muchachas a la sombra de los árboles. No, esa existencia había terminado para ellos. Como guerreros caídos en combate, su destino, para el resto de la eternidad, sería habitar en el Walhalla, combatiendo sin descanso…


No estarían solos. Cuando lo que restaba de la tropa de asgardianos logró abandonar las estrechas paredes del desfiladero y salir a campo abierto, se encontró frente a un semicírculo de trolls vociferantes, que añadían a su griterío infernal el estruendo del golpeteo de sus armas contra sus escudos. De repente, como obedeciendo a una señal silenciosa, todos enmudecieron a una, y comenzaron a avanzar, lentamente pero con determinación inexorable.

– Poned en paz vuestra alma, asgardianos -musitó Volstagg, casi para sí-. Me parece que de esta no salimos.

Un sólo pensamiento ocupaba la mente de los asgardianos: «Quizá no salga hoy de aquí. Sin embargo, ¡esa carroña va a saber como muere un verdadero aesir! ¡Voy a llevarme por delante todos los que pueda!». Echando pie a tierra, adoptaron la mejor disposición posible: retroceder hasta la boca del desfiladero, para así, al menos, evitar ser atacados por la retaguardia, pues las paredes del desfiladero eran tan verticales y lisas que ninguna criatura viviente podría descender por ellas.

Skurge se percató rápidamente de que Volstagg tenía razón cuando afirmaba que los trolls habían descubierto la estrategia. No atacaban a lo loco, como era su costumbre, sino que avanzaban hombro con hombro, estrechando el cerco hasta que la presión fuera irresistible y el grupo de aesires quedara asfixiado. Éstos, por su parte, echaron pie a tierra y desenvainaron sus espadas. El acero asgardiano relumbró a la luz del sol de mediodía.

En un cierto momento, podría haberse oído el vuelo de una mosca, tal era el silencio imperante. Al instante siguiente, el aire se llenó con el ruido de las armas que chocaban unas con otras, los ayes de los heridos al caer y el sonido sordo de los cráneos al ser hendidos.

¿Cuánto tiempo llevaban luchando? Era imposible saberlo. Por más trolls que enviaran con Hela, nuevas oleadas venían a sustituirles. Poco a poco, el número de asgardianos fue disminuyendo, hasta que sólo quedaron dos: Skurge y Volstagg. La marea de atacantes pareció ceder. Quizá ya no había más tropas en la reserva.

En ese momento, una maza lanzada con acierto golpeó a Volstagg en el yelmo, y el pelirrojo cayó al suelo, exánime.

Girándose para ver quién había lanzado la maza, Skurge vio venir hacia él un troll gigantesco, que esgrimía un hacha de doble filo.

– Asgardiano, vas a tener el honor de morir a manos de Uglûk, hijo de Grishnak -dijo, mientras balanceaba amenazador su arma.

– Eso lo veremos, basura -replicó desafiante Skurge, arrojando al suelo su escudo abollado y empuñando su espada con ambas manos.

El silencio se hizo en el campo de batalla, mientras los dos contendientes se evaluaban el uno al otro. Sin decir una palabra, el troll cargó, describiendo con su hacha un arco descendente que buscaba la cabeza de Skurge. Éste paró el golpe poniendo su espada en posición horizontal, pero sus brazos temblaron por el esfuerzo. Pasando a la ofensiva, lanzó una serie de mandobles al troll, que las paró sin esfuerzo. Finalmente, lanzó una estocada a fondo, buscando el corazón de su enemigo; pero la hoja fue desviada por el hacha, y se quebró en dos pedazos.

– ¿Qué vas a hacer ahora, asgardiano? -preguntó, burlón, el troll, mientras echaba su brazo hacia atrás para descargar el golpe definitivo-. ¡Estás acabado!

Skurge sólo pronunció una palabra:

– ¡Esto! -y lanzó su espada al cuello del troll, la única zona no protegida por la cota de malla.

Fue un tiro afortunado. Sorprendido, el troll no reaccionó a tiempo, y la hoja quebrada se clavó profundamente en su cuello, seccionándole la yugular. Desesperado, se llevó ambas manos a la garganta, pero fue inútil. Antes de que su cuerpo golpeara el suelo ya estaba muerto.

Sin pararse a respirar, Skurge se adelantó y levantó del suelo el hacha. Sintió una sensación extraña, como si el arma hubiera sido forjada para él y ahora fuera una extensión de su brazo. Blandiéndola, lanzó un rugido de furia a los trolls que, sorprendidos por la muerte de su campeón, retrocedieron asustados. En ese momento, Skurge oyó un ruido a su espalda. Cuando miró, vio que Volstagg movía débilmente su mano, como pidiendo ayuda.

– Vaya, hombre. No estás muerto, después de todo…

Skurge no era tonto. Echando un vistazo a su alrededor, comprendió inmediatamente que no tendría mucho tiempo. En cualquier momento, los trolls se reagruparían y volverían para acabar con él. Levantó el cuerpo exánime de Volstagg y, poniéndolo sobre sus hombros, caminó a paso vivo, penetrando en el desfiladero. Afortunadamente, no había avanzado demasiado cuando encontró algunos de los caballos del destacamento. Cogió dos ellos y, montando uno de ellos, puso a su camarada atravesado sobre la montura del otro. No quería apresurar demasiado la marcha, pues desconocía la gravedad del golpe sufrido por Volstagg; pero se encontraban en grave peligro, y por eso forzó el paso de sus cabalgaduras. Consiguieron salir del desfiladero sin problemas. Skurge prosiguió el camino, dejando atrás el puesto fronterizo. Muerto su padre, nada le retenía ya allí, pues su madre había muerto al poco de nacer él, y apenas si guardaba un vago recuerdo de la misma.

Dos días después llegaron a una fortaleza de aesires. Allí dejó reponiéndose a Volstagg. Antes de marchar, se interesó por el estado del pelirrojo. Le dijeron que se encontraba dando cuenta de una comida pantagruélica, ya bastante recuperado. Según le habían comentado los que habían atendido a Volstagg, el golpe le había provocado una amnesia temporal, y no recordaba nada de lo ocurrido desde que salió de la capital del Reino Dorado. Skurge pensó que era mejor así, y se marchó.

Mientras se alejaba de su vida anterior, Skurge pensó en que, durante la batalla con los trolls, había sentido una presencia maligna actuando, como un especie de influjo que fortalecía a los trolls y debilitaba a los asgardianos. Considerándola responsable de la muerte de su padre, Skurge se juró a sí mismo que acabaría con ella, aunque le llevara toda la eternidad.


En los salones de Walhalla, Skurge abrió los ojos. Incorporándose de su lecho, asió su hacha de doble hoja y comenzó a caminar. Nadie le detuvo, pues todos dormían en los amplios salones. Saliendo del Walhalla, el Verdugo se dirigió hacia el Fresno del Mundo. Una vez llegado ante el tronco del árbol que unía místicamente los Nueve Mundos, Skurge empuñó su arma con ambas manos y, echándola hacia atrás para tomar impulso, asestó con todas sus fuerzas un golpe a Yggdrasil. Luego otro, y otro…

Cuando, ante la inminente aurora, el Verdugo regresó a su lecho, Yggdrasil mostraba una hendidura en su costado. Todavía no era muy profunda, pero sí claramente perceptible. Los primeros aesires en percatarse del hecho corrieron al palacio imperial para dar cuenta a Odín de tal infausto suceso.

– ¿Qué pensáis de esto, Visir? -preguntó el monarca del reino dorado a su anciano consejero.

– Es un hecho terrible, Sire. Nadie, hasta ahora, había osado atentar contra el Fresno del Mundo dentro de los límites de Asgard.

– Estoy de acuerdo. Pero, precisamente por ello, debemos temer que este hecho se repita. Es poco probable que quien haya osado emprender este curso de acción se detenga ahora. Que se establezca día y noche una guardia en torno a Yggdrassil.


La vigilancia establecida por Odín resultó inútil. Noche tras noche, el Verdugo abandonaba el Walhalla para descargar golpes que profundizaban más y más en Yggdrasil. Los guardias establecidos por Odín no se apercibían de nada, pues, aun cuando se encontrara ante sus ojos, no eran capaces de ver a Skurge. Unos pocos días más, y el Fresno del Mundo quedaría irremisiblemente dañado.


Otro día de batalla en el Walhalla. Otro banquete de celebración. Otra noche de descanso para los Einrehar… excepto para uno de ellos. Skurge emprendió de nuevo el camino hacia el Fresno, como las noches anteriores. Y como en tantas ocasiones había sucedido, una vez ante Yggdrasil levantó el hacha. Sin embargo, aquella noche sería diferente. ¿Qué había ocurrido? Skurge no lo sabía, pero una sensación oculta en el fondo de sus recuerdos emergió repentinamente a la superficie. Durante siglos, ese sentimiento había dormido en su subconsciente, hasta ese preciso instante, en que fue consciente de una presencia que controlaba sus actos.

– ¡No ! -gritó-. ¡No seré peón de nadie! ¡Y menos de ti! ¡No creas que te he olvidado, ni que no recuerdo lo que hiciste!

La súbita reacción de Skurge pilló por sorpresa a la entidad que le controlaba, que no fue capaz de mantener su presa sobre él. Como consecuencia, la guardia en torno a Yggdrasil fue consciente de la presencia del Verdugo, que parecía estarle gritando al aire. Al tiempo que corrían hacia él, hicieron sonar el cuerno de alarma. Sus ecos se extendieron por la ciudad.

La furia de Skurge finalmente halló respuesta. Ante sus ojos, y los de los que le rodeaban, tomo cuerpo un ser de talla muy superior a la de los aesires: indudablemente, se trataba de un gigante de alguna clase6.Una fina línea de tejido cicatricial rodeaba su cuello. Riendo estentóreamente, aquel ser proclamó sus intenciones:

– Ya es muy tarde, pigmeo. Tarde para ti, tarde para el maldito Odín, y tarde para Asgard. Al fin, Vafthrudnir obtendrá su venganza. Ese maldito tuerto me cortó la cabeza, pero yo voy a dejarle sin reino. Ya fallé en el pasado, pero he tenido milenios para madurar mi plan.

– ¡No, si podemos evitarlo! -gritaron los miembros de la guardia, arrojándose sobre Vafthrudnir que, sorprendido, retrocedió. Rehaciéndose, empezó a recuperarse y a ganar terreno, aproximándose de nuevo al Fresno. Skurge fue consciente de la situación. En pocos minutos, Vafthrudnir estaría lo bastante cerca del Fresno del Mundo para llevar a cabo su propósito, y culminar la tarea que el mismo Skurge había comenzado. Pero en las manos del Verdugo estaba el evitarlo. Comenzó a trepar por el tronco de Yggdrasil hasta alcanzar una altura que le permitió dominar la batalla.

Concentrándose, comenzó el proceso de canalizar la energía vital asgardiana que corría por sus venas hacia su hacha, que comenzó a brillar5. Vafthrudnir se había deshecho de sus enemigos. Por el rabillo del ojo vio como, a galope tendido, se aproximaban refuerzos. No llegarían a tiempo. Sólo necesitaba un momento, e Yggdrasil caería.

– ¡No, monstruo! -dijo una voz sobre su cabeza-. ¡Mira a tu condena!

Alzando la vista, Vafthrudnir vio a Skurge que, con el hacha aferrada con ambas manos por encima de su cabeza, saltaba sobre él. Antes de que pudiera reaccionar, la hoja se había enterrado profundamente en su cráneo. Una tremenda explosión hizo temblar el suelo. Cuando el humo se disipó, los jinetes que se aproximaban desde la ciudad sólo vieron los cuerpos sin sentido de Skurge y de los guardias que habían vigilado a Yggdrasil.


Algunos días después, cuando todos se hubieron repuesto, una solemne sesión tuvo lugar en el salón del trono de Asgard. Odín tenía que juzgar al Verdugo. El monarca de Asgard pocas veces se había visto en tesitura semejante, salvo en los casos en los que tenía que tratar con el comportamiento de su hijo, el dios del trueno.

– Acercaos, Skurge. Todavía no hemos tomado una decisión, pues el caso es en verdad difícil. Si por una parte fuisteis vos el autor material del blasfemo ataque contra el Fresno del Mundo, no hemos de olvidar que os encontrabais bajo el control de Vafthrudnir. Por otra parte, vuestra fue la mano que puso fin a la amenaza contra Yggdrasil. ¿Tenéis algo que decir es vuestra defensa?

– Nada, mi señor Odín. Como siempre, habéis hablado con sabiduría. Mi conducta no admite disculpa alguna, y soy el primero en reconocerlo. No soy digno de ser contado entre los Einrehar, y no soportaría permanecer en Asgard, contemplando a Yggdrasil y recordando los crímenes que llevé a cabo. Mi sentencia está clara, pues: merezco ser enviado a Hel.

– ¿Es eso lo que queréis?

– Lo es, mi señor.

– Sea. Seréis enviado a Hel.

Inclinando la cabeza, el Verdugo se giró y caminó con paso firme en dirección a la salida. Mientras lo hacía, una leve sonrisa curvó la comisura de sus labios. La misma sonrisa que curvaba en aquel instante la boca severa del Padre de Todos. Pues ambos, monarca y condenado, tenían el mismo pensamiento.

Cierta diosa de la muerte iba a tener un buen dolor de cabeza, a partir de entonces…


1.- Como ocurrió, por ejemplo, en los ya clásicos números 348-353 de la colección de El poderoso Thor, durante el ataque de Surtur a los Nueve Mundos.

2.- Que entró en el Walhalla en El poderoso Thor # 133, en concreto en la historia narrada en Tales of Asgard, que arrancaba desde el número 129. Que yo sepa, nadie, hasta ahora, había señalado que ambos Harokin eran la misma persona (así que otro retcon solucionado).

3.- El último vikingo fue llevado personalmente por el dios del trueno al Walhalla en El poderoso Thor # 343.

4.- De acuerdo con la mitología nórdica, este banquete consistía en dos ingredientes: como bebida, aguamiel, proporcinado directamente en grandes cantidades por la cabra Heidrum, la cual pacía continuamente las tiernas hojas y ramitas de Lerald, la rama más elevada de Yggdrasil; y la carne del jabalí divino Sehrimnir, un animal prodigioso, muerto diariamente por el cocinero Andhrimnir y hervido en la gran caldera Eldhrimnir; aunque todos los Einrehar poseían verdaderos apetitos nórdicos y comían hasta la saciedad, siempre había grandes cantidades de carne para todos. Los suministros nunca se agotaban, pues el jabalí siempre revivía antes de que llegara la hora de la siguiente comida.

5.- Esto no es nuevo. El propio Thor ya lo ha hecho unas cuantas veces.

6.- De hecho, Vafthrudnir es, en la mitología nórdica, el nombre del más docto de los gigantes (lo cual, teniendo en cuenta que en el Universo Marvel y, por extensión, en el Marveltópico, estos seres son más bien bastante zotes -si exceptuamos a Loki, claro-, no es decir demasiado; pero en la mitología nórdica Loki no es un gigante, sino un dios por derecho propio). Este gigante participó contra Odín en una competición de ingenio, en la que el premio era la cabeza del que saliera derrotado. Ganó Odín, claro (por algo es omnisciente); pero ninguno de los poemas en los que se basa la mitología nórdica aclara si Odín llegó a matar a su rival, lo que me ha permitido a mí decidir que sí, y dar un motivo de rencor al gigante. Lo que me lleva a señalar que considero que lo narrado por el Ojo de Odín no es cierto: la verdadera historia del origen de los aesires es la que se narra en los Tales of Asgard de los años ’60, que se corresponde con los viejos poemas escandinavos. Ese es el canon marveltópico. Quizá algún día me anime (es decir, se me ocurra) a narrar por qué el ojo de Odín dijo lo que dijo…


Saludos a todos. He tardado, pero si estás leyendo esto es que, por fin, he logrado volver a escribir. Bueno, no tenía (hace ya un par de años) en mente el realizar ningún anual de la serie. Pero cuando terminé de escribir la saga de Virtudes Cardinales, me encontré con que había situado a Skurge de nuevo en Hel. Se me había olvidado que en uno de sus últimos episodios de El poderoso Thor, Walter Simonson narraba cómo Hela le devolvía a Asgard (aparentemente,a Dan Jurgens, y a toda la plana de Marvel, también parece habérsele olvidado, a tenor de los últimos números publicados en España). Peter me señaló ese extremo, y yo le prometí que escribiría una historia en la que explicaría el por qué de esa aparente incoherencia. Como me ocurre bastante a menudo, conforme iba pensando en la historia se me iban ocurriendo más cosas: por un lado, que yo sepa, nunca se ha contado nada de la infancia de Skurge (espero no haber escrito una nueva incoherencia que precise de una futura historia que la explique), y se me ocurrió que allí podría haber motivos que explicaran el que, a pesar de ser un asgardiano honorable (como se ha visto en varias ocasiones), Skurge se hubiera visto inclinado al mal; por otra parte, siempre se ha dicho que, en su juventud, Volstagg fue un gran guerrero, y me entraron ganas de contar una historia en la que el miembro de los Tres Guerreros hiciera algo más que fanfarronear, esconderse… y comer; por último, también por sugerencia de Peter, doy mi opinión sobre el asunto del origen de los aesires, ya que las Historias de Asgard que narran la juventud de Thor (y Loki, no nos olvidemos de él) entran en aparente contradicción con lo narrado por el Ojo de Odín en los números de El poderoso Thor inmediatamente anteriores a la llegada de los Celestiales a la Tierra. Vosotros me diréis si he tenido éxito…

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